“A veces, oigo muertos”, podría haberle dicho Leopoldo Blaw a su amigo Alberto, que lo está escuchando con tanto estupor como inquietud. Porque, convocado el segundo a la casa del primero al filo de la medianoche, está enterándose de que su viejo amigo de la infancia cree escuchar las palabras que le dirige su fallecida esposa Helena; y tal certidumbre, como es natural, lo tiene perturbado, ojeroso y descompuesto. Pero quien se quedará así será, por sorpresa, Alberto, porque su amigo tiene una crisis ante él y, sin darle tiempo a reaccionar, se toma un frasco de cianuro y pone fin a su vida.
Con este arranque, Enrique Jardiel Poncela empieza a construir el misterio de su novela La voz muerta, que publicó en 1922 y que ahora el sello Dokusou recupera para el público lector. El desarrollo de la trama es airoso y el estilo de la narración brillante; pero es justo reconocer que la secuencia final, cogida con alfileres y forzando la credulidad de los lectores, malbarata la pieza. Invertir algo más de reflexión en ella le hubiera servido al madrileño para encontrar mejor cierre para una historia que, argumentalmente, no era mala.