Muchas frases célebres que leemos, oímos y pronunciamos a diario son milenarias. Nacieron en momentos cruciales de la historia mundial, porque alguien las pronunció o las escribió. Algunas de ellas son incluso más antiguas que nuestro idioma. Todas ellas nos cuentan algo sobre nuestra cultura y nuestra historia.
Si nos fijamos en las citas célebres de la historia, echamos un vistazo a los personajes que las acuñaron e investigamos las circunstancias en las que nacieron, constataremos que no sólo nos permiten realizar un viaje al pasado, sino también una sucesión de visitas relámpago a los momentos decisivos de la historia de la humanidad.
Este libro es una invitación a ese viaje, a través de cincuenta frases célebres, personajes y momentos de gran relevancia histórica. Desde «Conócete a ti mismo» hasta «El eje del mal», median ni más ni menos que dos mil seiscientos años.
Detrás de cada cita que se estudia en este libro se esconde por lo menos un episodio crucial de la historia. Cada una de ellas abre una puerta a un período y un espacio propios, desvela sorprendentes huellas de épocas pasadas y muestra a sus autores y su personal visión del mundo.
Como en todo viaje, uno debe tomar siempre la decisión de dónde se detiene, qué visita y qué deja de lado. Como este libro trata de la historia de la humanidad, he incorporado citas literarias sólo cuando éstas remitían a un acontecimiento político o social relevante. Es probable que haya lugares en los que desearían permanecer más tiempo, a pesar de que nuestros pasos nos lleven ya por otros derroteros. Este viaje no pretende ser exhaustivo ni equilibrado, lo que, por otro lado, tampoco sería posible, entre otras cosas porque no todos los acontecimientos importantes de la historia mundial han dado lugar a alguna cita célebre.(…)
Sólo sé que no sé nada.
Sócrates (hacia 470-399 a. C.)
Cuando el año 400 a. C. se acercaba a su fin, un tal Meletos presentó en Atenas un escrito de acusación. Su argumentación parecía algo traída por los pelos, y la pena solicitada, ridículamente exagerada. Meletos acusaba al filósofo Sócrates, de setenta años, de no reconocer los viejos dioses e incluso introducir dioses nuevos y de corromper a la juventud; y por ello había que aplicarle nada menos que la pena de muerte.
Sócrates era por aquel entonces el filósofo más conocido de Atenas. Sin embargo, y por grande que fuera su fama, no se le tenía en absoluto por un ideal de su tiempo. Muchos de sus conciudadanos consideraban su actitud, su aspecto y su estilo de vida como una afrenta. A menudo, abordaba a desconocidos en medio de la calle y entablaba con ellos conversaciones filosóficas que no siempre terminaban de forma agradable. Al que quisiera ir por la tarde a comprar al ágora, la plaza del mercado de Atenas, podía sucederle que no pudiera llevar a cabo su deseo porque un hombrecillo sucio y desaliñado, de nariz aguileña, cabezón, de pelo ralo y frente ancha y pronunciada, le clavaba la mirada y, sin que viniese a cuento, le preguntaba qué era la sabiduría o qué podía considerarse bueno y justo. Si el otro respondía, Sócrates le formulaba inmediatamente la siguiente pregunta, que generalmente ponía en duda la respuesta anterior. Si el incauto ensayaba otra respuesta, ahora más meditada, recibía al instante otra pregunta de Sócrates, que abordaba de forma aún más incisiva las debilidades de su argumentación y que lo dejaba aún más perplejo y dubitativo. Al cabo de un rato, la mayoría pensaba seguramente que Sócrates sólo quería ponerles en ridículo. Ése no era, sin embargo, su objetivo: Sócrates preguntaba para adquirir conocimiento. Interrogaba de esa forma no sólo a los demás, sino también a sí mismo, poniendo constantemente en duda sus ideas y conclusiones. Esa forma de conversación en la que el maestro plantea siempre otra pregunta y anima al alumno a meditar sobre las preguntas que le son formuladas y sobre lo que quiere decir en las respuestas que da, para así alcanzar el verdadero saber, recibe en filosofía el nombre de método socrático; era el instrumento más valioso de Sócrates en su pugna por alcanzar el verdadero conocimiento y la actitud correcta que se desprende de éste.
(…) El argumento socrático “Sólo sé que no sé nada” fue esencial para la filosofía, pues toda búsqueda de conocimiento debe comenzar con la confesión de que hay algo que se ignora. Sócrates quería poner de manifiesto la ignorancia y la creencia errónea de que se conoce algo y, mediante un razonamiento lógico (que Sócrates equiparaba a la virtud), guiar a los individuos hacia la actitud correcta.
El fin justifica los medios.
Nicolás Maquiavelo (1469-1527)
Un retrato de Maquiavelo, realizado mientras aún vivía, nos muestra a un hombre pálido, envuelto en una elegante y regia túnica de paño grueso que parece esconder, y casi aplastar, un débil cuerpo enjuto. Al posar para el pintor, el retratado era todavía un hombre joven. Los ojos oscuros y despiertos transmiten curiosidad y astucia. La boca, de labios finos y prietos, parece sonreír dentro del rostro angosto. ¿Es ésta la sonrisa de un astuto hombre de poder? ¿O simplemente muestra la melancolía de un hombre que ha visto los abismos del ser humano? ¿Y la postura? La cabeza ligeramente ladeada hacia delante, con el pelo moreno y corto, aunque algo más largo en la nuca. ¿Se agacha a la espera de realizar un ataque artero, o es el gesto de Maquiavelo el de un hombre que suspira desilusionado?
Quien conozca la interpretación usual de la obra más conocida de Maquiavelo, Il principe (El príncipe), reconocerá en el retrato descrito a un cínico hombre de poder alejado de cualquier tipo de moral. No en vano, el texto consiste en un manual práctico en el que Maquiavelo explica de qué modo llega el soberano al poder y cómo, acto seguido, logra afianzarse en él. Y todavía resulta más asombroso el lenguaje práctico, analítico y claro con el que describe los, a veces, monstruosos métodos que posibilitan una exitosa subida al poder, y que hasta incluso parecen ser requeridos para lograr tal fin. Para él no cabía duda: quien desee obtener éxito político no debe arredrarse ante la mentira, la traición y la maquinación, y en ocasiones deberá recurrir incluso al homicidio. Lo decisivo es únicamente alcanzar el poder político. La máxima “El fin justifica los medios” no aparece de forma literal en la obra de Maquiavelo. Lo que ocurre es que, al establecerse como hilo conductor del libro El príncipe y al ser allí donde por primera vez en la historia es objeto de un amplio debate, se la suele asociar, por regla general, a Maquiavelo y a su obra más difundida.
(…) Maquiavelo deseaba la unidad de su quebrantado país natal, y El príncipe era su visión de cómo podía lograrse esa unidad en la forma de un seguro sistema estatal. Esta unidad tenía que ser llevada a cabo por un “hombre fuerte” y El príncipe debía ser su guía práctica. En sus viajes conoció al ambicioso César Borgia (1475-1507), personaje que le causó una profunda impresión. La divisa de Borgia era: “Aut Caesar aut nihil” (“O César o nada”). ¿Fue Borgia un modelo para El príncipe? Teniendo en cuenta la descripción que Maquiavelo hace de la obtención y la conservación del poder, parece que la forma de actuar de Borgia sea su modelo en todo momento. Éste logró, gracias a la fuerza de su ejército mercenario, tener temporalmente una extensa parte de Italia bajo su control; además, supo quebrantar, o al menos refrenar, tanto el poder del Estado pontificio como el de numerosos príncipes de provincias. Hasta parecía que podía someter a toda Italia. César Borgia no se arredraba ni ante la crueldad ni ante la violencia. No sólo fue un tirano como gobernador de las regiones que había conquistado, sino que también asesinó a numerosos adversarios por medio de sus cómplices o con sus propias manos. Esto nos recuerda el consejo que Maquiavelo brinda en El príncipe: el gobernador debe intentar ser clemente, pero en caso de duda no debe amedrentarse ante la crueldad y la violencia.
Sangre, sudor y lágrimas.
Winston Churchill (1874-1965)
¡Menuda entrada en funciones! No se esperaba menos de Winston Churchill en Gran Bretaña, donde hacía tiempo que era conocido como un orador de verbo poderoso, cuando el 13 de mayo de 1940, en una de las horas más graves de la historia británica, se dirigió a la nación con las siguientes palabras, poco antes de ser nombrado primer ministro: “I have nothing to offer but blood, tears, toil and sweat” (“No tengo nada más que ofrecer que sangre, lágrimas, fatigas y sudor”). Abreviadas y cambiadas de orden en aras del ritmo, estas palabras se hicieron célebres en la fórmula “Blood, sweat and tears” (“Sangre, sudor y lágrimas”).
Europa estaba en guerra. Tras la invasión de Polonia por la Wehrmacht, el Reino Unido y Francia habían declarado la guerra a Alemania. Durante años, Chamberlain, el predecesor de Churchill, había intentado evitar esa guerra, mientras que Hitler, desde su llegada al poder en 1933, no había escatimado esfuerzos para provocarla. Después de que Chamberlain hubiese tolerado las ofensivas de Alemania contra Austria, los Sudetes y Checoslovaquia, se había llegado a un punto en que la guerra ya no se podía evitar: la estrategia del apaciguamiento había fracasado. Con el comienzo de la guerra, los focos volvieron a alumbrar a una figura que durante años había quedado en la sombra y cuyas exhortaciones a que se actuara militarmente contra el gran peligro que representaba Hitler habían sido una prédica en el desierto: Winston Churchill. Este descendiente del famoso duque John Churchill von Marlborough, quien en el siglo XVII había defendido los intereses de Inglaterra frente a las ambiciones de poder europeas de Luis XIV, había sido en las últimas décadas la figura más controvertida de la política británica. Se había hecho famoso cuando, en calidad de corresponsal en la guerra de los Bóers de 1899-1900, protagonizó una huida espectacular después de haber sido hecho prisionero. Luego fue elegido diputado parlamentario y llegó a ocupar diversos cargos ministeriales. A finales de los años veinte, tras haber fracasado como canciller del Tesoro, fue condenado al ostracismo político. La carrera de Churchill parecía finiquitada, y su situación se volvía más precaria cada vez que tomaba la palabra para exigir una política consecuente de mano dura: primero contra Mahatma Gandhi, quien aspiraba a lograr la independencia de la India y con ello ponía en peligro el núcleo del imperialismo británico, y después, a partir de 1933, contra Adolf Hitler.
(…) La tenacidad de Churchill y el modo inflexible con que persiguió el objetivo de vencer a Hitler -de quien incluso rechazó una oferta de paz- hicieron de él la figura clave de la resistencia de la Europa libre frente al dominio de la Alemania nazi. Con la entrada en guerra de Estados Unidos y la oposición cada vez mayor del Ejército Rojo soviético a la ofensiva de la Wehrmacht, la influencia de Churchill menguó. Al tiempo que fue quedando claro que Alemania y sus aliados perderían la guerra, Churchill se fue viendo cada vez más relegado al papel de socio menor de Estados Unidos.
Tengo un sueño.
Martin Luther King (1929-1968)
El 28 de agosto de 1963, un domingo soleado, se reunió una inmensa multitud al pie del Lincoln Memorial. Que el lugar de reunión fuera precisamente el monumento a ese presidente era algo muy adecuado al propósito de aquel día. No en vano, cien años antes Abraham Lincoln había liberado a millones de personas de la esclavitud con la Proclamación de Emancipación de 1862 y la victoria de las tropas de la Unión en la guerra civil americana (1861-1865). Ahora los descendientes de esos antiguos esclavos venían a reclamar lo que Lincoln había declarado en su célebre discurso del 19 de noviembre de 1863 en el campo de batalla de Gettysburg; esto es, que la nación norteamericana se había fundado sobre la idea de la igualdad de todos los seres humanos. En 1963, esta igualdad todavía quedaba muy lejos para la gran mayoría de los afroamericanos. La mayoría de ellos vivían en la pobreza y en el sur del país sufrían una rigurosa segregación racial. El que en las escuelas, las estaciones de tren, los teatros y cines se colgara el excluyente cartel de “For whites only” (“Sólo para blancos”) sólo era una parte del problema. Era impensable la posibilidad de desempeñar cargos públicos.
Cien años después de las palabras de Lincoln, entre los 250.000 congregados ante su monumento no sólo había personas de piel negra; más de 60.000 blancos se habían adherido a la marcha a Washington. (…) Después de numerosos discursos, comunicados y cantos a la libertad y la igualdad de todas las personas, apareció ante la multitud, justo después de que la cantante de blues Mahalia Jackson interpretase un espiritual negro, un hombre de color: Martin Luther King Jr., ministro de la Iglesia bautista nacido en Georgia y jefe del Movimiento por los Derechos Civiles en Estados Unidos. Ese instante se convirtió en uno de los momentos estelares de su vida.
(…) Al comienzo de su discurso, Luther King invocó a Lincoln: “Hace cien años, un gran americano, bajo cuya simbólica sombra nos encontramos hoy, firmó la Proclamación de Emancipación”. Sin embargo, hoy -continuó- todavía no existe esta igualdad. (…) Su discurso fue una obra maestra en la elección de las palabras y el ritmo, y no sólo iba a ser inolvidable para las personas que lo oyeron ese día de verano en la capital estadounidense, sino que, incluso como texto leído, las palabras de Luther King no han perdido su capacidad de emocionar. (…) Terminó con una serie de frases, pronunciadas con un tono de voz variable y que comenzaron todas ellas con las palabras “I have a dream” (“Tengo un sueño”): “Tengo un sueño, el sueño de que un día mis cuatro hijos pequeños vivan en una nación que no los juzgue por el color de su piel, sino por su carácter… ¡Hoy tengo un sueño!”.
Luther King concluyó su discurso exhortando a todos los presentes a hacer “que repicase la libertad” por todo el país. “Cuando repique la libertad y la hagamos repicar en cada aldea y en cada caserío, en cada Estado y en cada ciudad, podremos acelerar la llegada del día en que todos los hijos de Dios, negros y blancos, judíos y cristianos, protestantes y católicos, puedan unir sus manos y cantar las palabras del viejo espiritual negro: ‘¡Libres al fin! ¡Libres al fin! Gracias a Dios omnipotente, ¡somos libres al fin!”.
(…) La marcha no sólo provocó rechazo entre los blancos conservadores. Los dirigentes radicales del movimiento negro reprocharon a Luther King que hubiera suavizado el conflicto racial y que hubiese representado una “versión de clase media” del verdadero Black Movement. Haciendo un juego de palabras, Malcolm X llamó a la manifestación Farce on Washington (Farsa de Washington). Con todo, aquella manifestación tuvo mayor influencia en la política y la opinión pública que cualquier otro acto anterior del Movimiento por los Derechos Civiles, y la marcha se convirtió en un modelo para los activistas de todos los demás movimientos de emancipación y liberación. En la década de 1960, estos movimientos, no sólo en Occidente, tuvieron una influencia cada vez mayor en el progreso de las sociedades.
Fuente: Frases históricas. Domingo. El Pais.com. 21.06.2009.
Ficha del Libro: Ediciones Destino.