Revista Cultura y Ocio

La zambullida más grande

Por Calvodemora
La zambullida más grande
                                                     A bigger splash, David Hockney
De pequeños jugábamos a ver quién hacía la zambullida más grande, la que salpicaba más o la que hacía un ruido mayor. Solía ganar yo, por mover más peso, pero nunca dejamos de jugar, no interesaba que alguien venciera sino la sensación de plenitud absoluta al invadir el territorio mítico del agua. Lo curioso es que uno se conformaba con lo contado por los demás, no tenía evidencia tangible de que su salto hubiese sido el deseado. Tampoco contaba la estupidez de tirarse solo, sin que nadie apreciara el gesto. Se necesita público, no hay juego si no se tiene un espectador al que asombrar y con el que luego conversar sobre la hazaña. Los amigos de entonces, los de los juegos, eran notarios de nuestras proezas y de nuestros fracasos, festejaban o consolaban, según conviniera. En los patios de la escuela se reproduce la misma comisión de los hechos. Unos saltan más que otros o corren más rápido que otros. Buscamos a los amigos que se parecen a nosotros, no los que no disfrutan al saltar, si es que tú eres de saltar mucho, o los que no saben chistes, si es que tú eres de chistes. De mayores leemos la prensa que se parece a lo que pensamos o es idéntica al inventario completo de nuestro pensamiento, comemos lo que sabemos que nos ha gustado y viajamos a lugares donde ya hemos estado. La vida, cuando adultos, se basa en esa transmisión espontánea de satisfacciones conocidas. No cambiamos de canal de televisión, no paseamos por calles inéditas, no entablamos charlas con quienes no sabemos cómo son, ni nos abrimos a ellos, ni (por supuesto) les ofrecemos nuestra mano o nuestra casa. No nos gusta estar solos; en parte por la necesidad de que lo que hacemos luzca, trascienda, no quede en la intimidad, en lo privado y no mostrado nunca. Una de las pérdidas más enormes de este tiempo es la negación de la soledad, la importancia de arrojarnos al agua sin que nadie lo sepa, ni admire la belleza o el vigor de la zambullida. Lo ideal sería saltar solo, no necesitar a quien refrende nuestros actos, ser (dicho de una manera brusca y eficaz) nuestro espectador favorito, como si no tuviésemos confianza ni intimidad con nosotros mismos y deseáramos ir probando, por ver si algo que anduviese oculto, al forzarlo, aflorara y nos confortara. Preferimos, en una escala de valores, ver qué hacen los otros, pero sin acompañarlos, sin el concurso de nuestra presencia. Las redes sociales son una piscina vacía en la que todos nos damos un baño, pero no a la vez. El verano es el cómplice ideal de estas distracciones morales. El verano, que es la constatación brutal del ocio, nos guarda en casa, nos empuja a ver sin ser vistos. De pequeños, en otra época, saltábamos por el placer de saltar: ahora saltamos para que alguien lo sepa. No se nos inculca el valor de la soledad, ese placer irrenunciable a estar solo y con uno.

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