Revista Arquitectura
Ladrillos de luz. Rogelio Salmona (1929-2007)
Hace ya 30 años, un día de calor de mil demonios, bajo un sol que rajaba la tierra, y a pesar de una jaqueca crónica que lo tenía a mal traer, lo ví emocionarse hasta las lágrimas ante la capilla del Pocito, esa joya del siglo XVIII mexicano, en la Villa de Guadalupe, obra de Francisco Guerrero y Torres.
“¡Coño…qué espacio!”, fue lo único que dijo.
Sus croquis de viaje, su goce de paseante entre calles, piedras y gentes, alimentaron siempre la magia constructora que supo expresar en clave de modernidad americana. De ello daba cuenta cuando entendía a la arquitectura como una síntesis inteligente de vivencias, de lecturas, pasiones, de puñados de nostalgia.
Para Rogelio Salmona, todo el mundo hispanoamericano era pasión, una revelación constante: desde las explanadas mesoamericanas, reencarnadas en el Museo Quimbaya y la biblioteca Virgilio Barco, hasta los textiles andinos o los labrados muros mayas, inspiradores de sus pavimentos y de las cremalleras y celosías de ladrillo. En esos “rincones de memoria” – como los llamaba Bachelard- recuperaba de Al-Andalus la secuencia de espacios, la intimidad de los patios, el silencio de las galerías, la lógica de la imbricación y el diseño con agua, más cerca de la fruición que de la hidráulica. Ese juego del agua que llevó a su máxima poética en sus arquitecturas, con estanques tersos o de fondos vibrantes, canales siseantes o rumorosos, a veces corriendo por un pasamanos, otras atravesando un patio.
Rogelio dejó una huella significativa en Bogotá, su ciudad. Por un lado, torera y salmonada, con sus tres picos del parque abanicando el piedemonte. Por otro, peatonalizada en la Jiménez de Quesada, mezcla de boulevard y río redimido. Más al sur, depositaria de la memoria con sus dos arcones enclavados en el centro histórico. Cuando Carlos V decretaba “ciudad” a la Bogotá recién fundada, Machuca le construía su palacio en Granada. 450 años más tarde Salmona lo evoca con estos cubos ocre-rojizos, uno de ellos perforado por un formidable cilindro, que esta vez es patio público; al cual, tal como en sus casas, se accede por un zaguán de esquina. Nos referimos al Archivo Nacional, un hito urbano que dialoga con otras figuras cúbicas: las manzanas del conjunto Nueva Santa Fe, también con patios urbanos –ahora cuadrados- a los que ingresamos por los ángulos y atravesamos en diagonal.
Estos recorridos sesgados, recurso tan frecuente en sus casas de patio, son casi un ideograma salmoniano, con sus recodos misteriosos y accesos en bayoneta, a lo mudéjar, de lo cual la casa García Márquez en el barrio cartagenero de San Diego es un ejemplo exquisito. El patio como ámbito generador de vida, íntima o social, se repite en los edificios públicos. En el edificio del Automóvil Club de Colombia, por ejemplo, las diferencias entre los espacios privados y públicos, entre patio y calle, se disuelven. Ocurre que Rogelio entendía a ambas dimensiones como confluyentes y como peculiaridad del habitar latinoamericano y caribeño.
En los últimos tiempos, los edificios de Rogelio comenzaron a vivirse por sus techos, no en tanto quinta fachada sino como espacios habitables. En nuestro último encuentro, platicábamos de lugares y recuerdos, caminando por las azoteas de la biblioteca Barco bajo una llovizna invisible. Allí, como en el edificio de Posgrados en Ciencias Humanas de la Universidad Nacional, las azoteas son un evento en sí mismo, diseñadas para caminar, reunirse, asomarse, descansar; tal y como ocurre en la casbah de Túnez o de Argel. Son una suerte de territorio que Rogelio recuperó para la gente, ganándoselo a las palomas y los gatos.
Cabe destacar finalmente que Rogelio luchó toda su vida por la defensa y calidad del espacio público y subrayaba que hacer arquitectura en Colombia y en América Latina es un acto político. Pues sostenía que la arquitectura es un bien social como lo es el espacio y debe pertenecer a la colectividad entera y no sólo a unos cuantos. La imagen, la ocupación del espacio y la silueta de un edificio deben pensarse en función de la ciudad y de toda la comunidad y no exclusivamente del cliente, de su programa y de su valor publicitario.
Rogelio tuvo la virtud de conjugar ese acto político con un acto poético, con ladrillos de luz, de penumbra, de humedad, de melodía y de silencio.
Jorge Ramos de Dios, Buenos Aires, enero 2008.