Era un soleado sábado de Septiembre, el año podía haber sido cualquiera, pero no, aquel era el año en que volví a encontrarme respirando entre un montón de cenizas, fue el año en que volví a pintarme los labios de rojo y la mirada de azul. Amaneció con niebla, como todos los amaneceres al norte, en el borde del océano, mientras el café humeaba en la cocina, en la maleta metía lo justo para pasar una noche fuera, clásicos básicos, de pijama, vaqueros, camiseta y sobrecamisa, calcetines y bragas, más que suficiente para hacer por primera vez, un viaje en solitario.
Era una noche, pero por algo había que empezar.
Y ͞fue en un pueblo con mar, una noche después de un concierto͟, que canta el maestro Sabina, yo no sé si él quería dormir conmigo, pero yo, ya hacía demasiado tiempo, que me había acostumbrado a dormir sola.
Por mis venas corría más Red Vingtage que sangre, y mi cuerpo ya bailaba cualquier tipo de ritmo tribal, y choqué con él, más bien le pisé, y es que a pesar de tener un agudo sentido del ritmo, cuando bailo tengo dos pies izquierdos. No se quejó, sólo me miró fijamente y me besó, mis manos quedaron enganchadas a sus antebrazos, y de mis labios ya no se despego el sabor de los suyos. Parecía que el bar se había quedado en silencio, bailando entre los brazos del
otro, sin apartar la mirada; tiró de mi mano y me llevó fuera:
– ¿Fumas?.
– Sí. – Respondí.
Sacó dos cigarros del bolsillo de su cazadora de cuero, los encendió y me paso uno.
– No sé quien eres ni a dónde vas, pero ¿Quieres inventar la ciudad conmigo?
En el juego que me iba a meter ni lo sabía, ni quería saberlo, pero asentí en silencio con la cabeza.
Él empezó a caminar calle abajo, se giró y me invitó a seguirle.
Así fue como mi Ladrón de besos y yo comenzamos a hacer amanecer en la ͞Ciudad de las agujas, esa misma donde todas las cuestas son toboganes en los que jugar, donde las puestas de sol se tiñen de colores rosáceos, donde el mar puede dibujarte contra las rocas, donde los amantes no tienen que decirse adiós.
Una ciudad que cambia de parecer a nuestro antojo, donde las reglas se hicieron para saltárselas, donde las canciones son más necesarias que el aire, donde sus besos robados son el mejor manjar.
Donde habitamos desde hace apenas dos años, donde hay un banco para olvidar y una bicicleta para recordar.
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