“Tu piel morena sobre la arena
nadas igual que una sirena
tu pelo suelto moldea el viento
cuando te miro me pongo contento”
Ella, grupo Viceversa
(Rimas que dan grima, escuela de Mecano).
Eran fragmentos de verano. En vidrio, guardaba la risa de Ángela, los peces que hacían cosquillas y también a Andreu, corriendo tras Gina (“lo mejor para las picaduras de medusa es la orina, no huyas”). De cada verano, de cada playa, se llevaba un montoncito de arena. Lo depositaba en pequeñas probetas de cristal etiquetadas con fecha, y cuando se aburría, miraba las minúsculas partículas.
Las apariencias engañaban: la gruesa y negra arena proyectaba un recuerdo fino y claro; la blanca y tersa arena escondía memorias oscuras y turgentes. Las probetas eran cielos morenos y ombligos liberados. Eran partículas de vida y minerales sobones, voyeurs de caliza y sílice entre pubis y traje de baño. ¡Tan pequeños, arrancados de su madre roca, con cara de joya en miniatura! Se escurrían por la piel de labios nómadas y canciones de verano. Habían sido castillos de arena sin rey. Habían sido nombres tachados con un borrador de olas. Por cada grano un recuerdo vivo y cien memorias enterradas.
Envasada, la arena era la esencia de su propio entorno. Y aunque pocas personas habrían notado la diferencia, jamás falseaba la colección mezclándola entre sí. Cada cosa en su lugar: conchas, corales y litoral unidos bajo la erosión. Sí, la erosión, un artista puntillista de tiempo y espacio, ese constante loco que regala relojes sin manecillas, hermosos paisajes o caminos para pies desnudos.