Revista Opinión
Cuenta la leyenda que Proteo, héroe marino con virtudes oraculares, huía de aquellos que le buscaban con el fin de que les predijera el futuro, transformándose en cualquier ser vivo. Aquel que reconocía al hombre verdadero que se esconde bajo su mutación, le concedía el privilegio de vaticinar su futuro. Aquel que no era capaz de ver lo real tras las apariencias, no podía vislumbrar qué iba a ser de él. Excelente metáfora la de Proteo acerca de la identidad personal. Sólo podemos reconocernos a nosotros mismos, saber quiénes somos y aceptarnos, hurgando en las capas que cubren nuestra identidad, identificando los roles, las máscaras, los papeles que interpretamos en cada escena vital.
Por otro lado, transformarse en otro otorga al travestido un poder de simulación que le permite realizar todo aquello que desnudo (mostrando su identidad más honesta) sería incapaz de siquiera sugerirse a sí mismo. Por otro lado, su disfraz no le ata a conductas morales o normas sociales fijas. Puede ser quien quiera, puede hacer aquello que desee. Sólo el personaje carga con las consecuencias de sus actos, mientras que la persona tras la máscara cree estar libre de responsabilidad y riesgo. Recordemos si no al personaje de Leonard Zelig, en la película de Woody Allen del mismo título. Zelig posee la capacidad extraordinaria de transformarse en aquel que tiene a su lado, de mutar su piel como la del camaleón, vistiendo, hablando, adoptando el gesto, la pose y el discurso de quienes le rodean. Zelig camufla su identidad en la de otros; adaptándose al medio, cree ser aceptado socialmente, adquiere una seguridad artificiosa pero eficaz, que le mantiene protegido contra sus temores e inseguridades.
Este tipo de transformación no es evolutiva ni progresiva, no lleva implícito ningún amago de mejora, progreso o finalidad. El que se transforma no busca sino el mero placer de camuflarse, de no ser él mismo, de eludir las leyes naturales, amparado en la máscara que le protege. El transformista contemporáneo vive en un juego constante contra la identidad y en el sueño infantil y hedonista de poder ser quien se desee. En el mito clásico, la intención era, por el contrario, lograr una discriminación entre lo real y las apariencias. El ser y la verdad existen; por lo tanto, es posible llegar a conocerse. El héroe clásico desea encontrarse a sí mismo, aunque para ello tenga que dar cuenta de sus máscaras. Hoy en día, sin embargo, los héroes mediáticos buscan perpetuar, bajo el mecenazgo de la poderosa maquinaria comercial de ocio y entretenimiento, el juego perpetuo del carnaval. La celeridad con la que modas y gustos vuelan sobre la mente de los espectadores hace necesario repensar la naturaleza de sus héroes, adaptándolos a su lógica crematística. Ya no es rentable el héroe fiel a sí mismo, con valores fácilmente identificables que lo discriminen del resto. Antes bien, se prefiere al 'héroe-camaleón', de identidad recambiable y multiforme, permeable, dúctil y susceptible de entronizarse con cada disfraz en el imaginario colectivo, a mayor gloria del vil metal.
Quedaron atrás los años de grupos como 'Spice Girls' ('chicas picantes'), en los que la masa adolescente podía identificarse con su heroína, eligiendo entre una variedad reducida pero suficiente de roles psicológicos: la modosita, la deslenguada, la elegante,... Hoy, Lady Gaga -24 primaveras- acapara con su identidad proteica el abanico de potenciales roles icónicos del pop contemporáneo. No inventa nada nuevo, lo condensa en una ensalada batida a mil revoluciones por segundo. Su nombre nos remite al 'glam rock' de Mercury, otro transformista, pero con identidad propia. Su aspecto y pose, a la Madonna embutida en pechos cónicos de alta costura. Su coreografía, Michael Jackson in memoriam.
El fenómeno electro-pop de Lady Gaga arrasa en listas, atrae a propios y extraños e infla las cuentas de los mecenas comerciales que la crearon hace apenas dos años. Una semana y ya suma más de 14 millones de visionados digitales de su último videoclip con Beyonce, un corto musical al estilo Tarantino -no en vano será la nueva dama asesina de la última de Quentin-. A esto se suma la sutil venta de su nombre como marca. Es directora creativa de Polaroid y ya posee su propia línea de lápiz de labios, 'Viva Glam', y una tienda de complementos tuneados a su estilo. Quienes la asesoran saben que su imagen vende y ella consige que su público no note la estrategia comercial que se esconde tras el espectáculo.
Gaga es el Warhol del universo musical. Reactualiza los iconos del siglo XX, combinándolos bajo el ideario posfeminista del 'anything goes and if you do not like it, fuck them', atrévete a ser quien desees, sin mirar ojo censurador del prójimo. Desetiquétate, huye de los gustos marcados, reinvéntate cada mañana, combina sin miedo estilos dispares, ídolos antagónicos... Pero escúchame, mírame, queda deslumbrado ante mi identidad impersonal, ante los fuegos de artificio de mi discurso postpunk 'God save myself'. Haz lo que quieras, pero que no pare la fiesta, que no se apaguen las luces del negocio.
Bajo su panfleto liberador, casi terapéutico, libro de autoayuda para adolescentes en busca de su identidad, Gaga revela tras su mascarada polimórfica los signos de los tiempos: juego sin reglas, identidad sin cara, libertad sin contraprestaciones. Esta ilusión de libertad, poder y placer desprejuiciado es el placebo con el que el gran mercado del espectáculo mueve cuerpos y mentes en todos los países 'civilizados'. La vida debe ser un 'after hours' contante. El resto de la semana tan sólo somos animales vendiéndose por un salario. Disfrázate, salta, canta, baila, goza del momento mientras exista.
¿Quién soy entonces? ¡Qué más da! El héroe contemporáneo no se hace preguntas, no viaja al pasado, no quiere encontrarse consigo mismo. No busca conocerse, sólo experimenta y gana. 'Made american style'.
Ramón Besonías Román