En el post anterior conté sobre mi experiencia en la impresionante FIESTA DE LA CANDELARIA, en la ciudad de Puno, luego de haber estado allí participando de la tan famosa celebración el viaje debía continuar a uno de los lugares más bellos que haya visto jamás...
Al día siguiente, martes, nos despertamos muy temprano pues debíamos estar en el puerto de Puno para tomar el bote que nos llevaría hacia las islas de los Uros, Amantaní y Taquile. Era hora de dejar la diversión desenfrenada para pasar a buscar el contacto directo con la gente nativa; para ir a reencontrarse con la naturaleza en uno de los lugares más espectaculares del planeta.
Hicimos las maletas y dejamos las más pesadas en la bodega del hotel. Una vez más desayunamos en el mercado. A las 06:30 am nos fuimos en una “combi” hacia el puerto. Un lugar grande y limpio; lo que está sucio, lamentablemente, son las orillas de lago: cubiertos por una manta verde a la que algunos llama “alverja”. Tomamos el bote que nos llevaría por ese mar interior que es el Titikaka, el lago navegable más alto del mundo (3808 m.s.n.m.), con una extensión de 8,300 km2.; que tiene 50 kilómetros promedio de ancho y una longitud de 195 kilómetros.
Íbamos a hacer la clásica visita a las islas. En Amantaní, previo paso por la isla de los Uros, nos iban a recibir en sus casas los pobladores por lo que tuvimos que comprar algunas cosas en el puerto para regalarles. La mayoría de veces se compra comida y es algo que se recomienda hacer pues es parte de una tradición, ellos saben agradecerlo y muy bien.
Extasiados contemplábamos los paisajes de ensueño que nos prodigaba el lago. Comprendí lo importante que fue para el hombre andino este lugar, tanto que la eligió en su cosmovisión como el punto de origen de su gran cultura; aunque claro, hay otros lagos en la sierra del Perú a los que muchos pueblos consideran su punto de origen también. Las lagunas, como las montañas, son consideradas huacas sagradas en la mitología andina. Pero además, el valor económico y comercial del lago es algo que se aprecia cuando se ven a los nativos de las islas ir hacia Puno a comercializar lo que obtienen al explotar la riqueza natural del Titicaca: peces, ranas y variedades de plantas.
Luego de una hora de viaje llegamos a una de las islas de los Uros. En la época de la colonia se definía “Uro” a todo aquel poblador muy pobre y que por lo mismo se veía obligado a vivir entre los matorrales del lago. Así se acostumbraron a vivir y a hacer de la totora su principal fuente de vida pues con ella, hasta ahora, construyen sus casas y se alimentan. Se dice que los pobladores de estas islas ya no son Uros originales sino Collas que se han ido a vivir a esos sitios aprovechando las bondades del turismo, sea como fuere hoy el nivel de vida de los Uros (o quienes sean) ha mejorado pues ya tienen escuelas y hasta pude ver algunos paneles solares entre sus chozas. Se dedican a la pesca, la agricultura y al comercio de artesanías. Las personas en la isla fueron muy amables y hasta jugaron un partido de voleyball con algunos de nosotros. Una señora me invito a comer totora: su sabor es soportable, no es ni desagradable ni delicioso. Hay que caminar con cuidado puesto uno se hunde y se balancea a cada paso, como si se estuviera ebrio. Algunos viajeros europeos me dijeron que esta experiencia (la de caminar sobre una isla flotante habitada) es algo que no lo habían visto en ninguna parte de planeta. Por lo que si uno quiere tener una experiencia única no hay que perderse la vista al gran Lago.
Luego nos llevaron en un gran bote hecho de redes de totora y que tenía en la proa una imagen como de los barcos vikingos, a una isla más grande donde pudimos entrar en un museo en la que vimos algunos animales disecados de la isla y los utensilios que usan en su diario vivir. Le dimos una propina al “capitán” y a una linda nena que se la pasó haciendo trenzas a las chicas.
AMANTANI
Volvimos a subir al bote para continuar viaje hacia la preciosa Amantaní, a la que llegamos luego de unas 3 horas de viaje. Los comuneros nos recibieron y nos ayudaron a subir por unas escaleras hasta una pequeña pampa donde nos presentamos. Era bello ver esas sonrisas tímidas y amistosas. Habló el jefe de la comunidad, nos dio la bienvenida y empezó la elección de la “familia”. Esto consiste en que cada familia manda un representante para recibir a los visitantes. Luego ese representante debe escoger a dos personas para alojarlos.
A mi amiga Eliana y a mí nos acogió Luz Marina, una joven atenta, alegre y amigable quien nos condujo a su casa. Así nos dividimos todo el grupo y nos repartimos en tremenda isla. Por fin llegamos a la casa. Era muy bonita, de dos pisos con un huerto precioso que despedía un olor de ensueño, sumado a esto que tenía una vista inimaginable del lago, qué más se podía pedir. Uno piensa que el paraíso es un invento pero yo creo que es real y que es posible que esté en cualquier pueblo a la orilla del Titicaca. Luz nos presentó a su bebe y a su madre, tan amables como la chiquilla. Es decir, en mi familia iba a imponerse el matriarcado. Todas eran mujeres. Nos sonrieron dulcemente. Habría que ver si esta sonrisa la encontramos en la capital.
El cuarto era limpio, espacioso y con dos camas bien provistas de gruesas colchas. Desde las ventanas se podía ver el corral que estaba en el primer piso, lleno de animales; y volutas de humo que ascendía hasta nuestra ventana esparciendo el olor delicado de la leña. El plan era que a la 1 de la tarde todo el grupo de visitantes se reúna en el Estadio del pueblo, así que después de un delicioso almuerzo que nos sirvió puntualmente Luz, nos fuimos guiados por nuestra “pariente”. Las vistas desde el Estadio son descomunales, no resisten adjetivo, epíteto alguno. Hay que estar allí para entenderlo.
En el Estadio nos encontramos con los demás y ya reunidos nos fuimos en grupo hacia unas ruinas (el Pachatata) que están en la parte alta de la isla. La subida no es muy pesada, al contrario vale la pena porque desde allí se ve la parte posterior de la isla y uno puede extasiarse ante tremenda vista. Las palabras están de más. En estas ruinas los “Yatiris” (curanderos puneños) hacen una ceremonia en fechas especiales.
La visita a la isla incluye una noche de fiesta en el local comunal. Por eso a las 07 pm, Luz Marina subió a nuestra habitación para darnos la ropa con la que debíamos ir vestidos a la fiesta. Los hombres deben vestir “chullos” (gorra andina) y poncho y las chicas tienen que vestirse como las mujeres de las islas. Se les veían muy lindas con esas blusas adornadas de flores multicolores. Una vez vestidos, nuestra “pariente” nos llevó hacia la fiesta. Estaba lloviendo desde la tarde y los rayos aparecían de vez en cuando para llenar de una luz salvaje toda la oscuridad de la isla. La comunidad en la que estábamos no contaba con electricidad lo cual le dio a la estadía un sabor algo más “auténtico”, así nos alejaríamos un poco de tanta modernidad asfixiante.
Luz Marina se abría paso entre las sombras, sorprendentemente. Conocía el camino de memoria. Yo no hubiera llegado ni a la casa contigua. Llegamos al Local Comunal y algunos amigos ya habían llegado. La fiesta se ameniza con una orquesta de muchachos del lugar y las jovencitas suelen ser las más animadas porque son las que tienen la iniciativa para salir a bailar. Hicimos rondas, “trencito”, todos los pasos inimaginables. Se venden cerveza y bebidas pero a precio más caro. Con todo fue una noche maravillosa, definitivamente maravillosa e inolvidable.
Al día siguiente Luz Marina nos llevó el desayuno muy temprano. Abrí la puerta de la habitación para que Eliana y yo comamos viendo el lago. Le dije “Y pensar que en Grecia pagan millonadas por una vista como esta”… La puerta enmarcaba un pedazo del lago, que se extendía hasta el horizonte, sin fin. Un gallo cantaba a lo lejos, el delicado olor de la tierra aún húmeda después de una noche de lluvias llegaba desde algún lugar. Una balsa navegaba mansamente cerca de la orilla y los verdísimos andenes, donde la gente todavía cultiva sus productos, caían hasta el lago como una catarata salvaje. No era necesario hablar, ni tratar de explicar lo que se sentía, solo mirarse, solo experimentar y grabarse en el alma esa sensación indescriptible de paz inigualable, de tranquilidad irrepetible. Luz Marina nos llevó hasta el puerto y nos subimos a nuestra pequeña embarcación para continuar viaje ahora a la isla de Taquile.
TAQUILE
Taquile, que se encuentra en la parte aymara del lago pero que es habitada por gente que habla quechua, es una isla donde el sentido de comunidad y pertenencia está muy bien arraigada. Este sentido de grupo es con el que se gobierna, se comercia, se produce.
Una hora después de dejar la hermosa Amantaní llegamos al puerto de Taquile donde se lleva a cabo la experiencia más antigua de turismo comunitario en los andes. La gente también puede quedarse a dormir y a vivir con la gente por un día pero en mi opinión es Amataní un lugar más ideal para esto ya que aún no se siente allí la presencia constante (e inevitable) del turismo, al menos no en la escala en la que se da en Taquile.
Empezamos la subida hacia la plaza. Es un camino que lleva una media hora de recorrido (para otros más) ya que el camino asciende por las laderas de un cerro. Mientras tanto, en el trayecto uno se cruza con los taquileños vistiendo esas ropas tan originales y distintas a todo lo que he visto y con casas hechas de adobe y adornadas casi siempre con pequeños jardines pletóricos en rosas y arbustos. La entrada a la plaza es por un arco antiguo hecho de piedra que se ubica al lado de la Municipalidad. Luego nos recibe un feo edificio de lunas polarizadas; antojadizo delirio de modernidad a la que son afectos algunas autoridades de provincias.
La plaza es amplia y allí nos encontramos con otro grupo de turistas, a decir verdad, a mucha gente le parece que el turismo aquí es excesivo (50 mil visitantes por año, aproximadamente), para otros la cosa no es tan complicada. Los carnavales se celebran en todo el ande y Taquile no podía ser la excepción. Desde muchos sitios de la isla nos llegaban los sonidos de los sikuris, de los bombos, las zampoñas y los coehetes. A lo lejos, sobre los cerros, veríamos un grupo de danzantes bajar hacia la plaza. Por otra ladera vimos a otro grupo yéndose hacia otras partes de la isla. La isla estaba de fiesta. Contagiados por la celebración mis amigos y yo sacamos nuestras quenas, timbales, sonajas y todo aquello que hiciera bulla y nos pusimos a hacer “música” en la plaza también… perdón, hicimos “ruidismo”. Cantamos huaynos, bailamos, alguno sacó un balde con agua y mojó a una de las chicas. ¡Carnaval!
Entramos al “Local Comunal” donde se vende aquello que ha hecho famoso a esta isla: sus asombrosos tejidos. Toda la población se dedica al arte textil. Los niños empiezan a aprender los rudimentos de este arte desde los cuatro años y hasta antes. No es raro verlos jugar por la plaza mientras cargan las ruecas. Este aprendizaje temprano hace que cuando lleguen a la adultez puedan demostrar la maestría con la que se han hecho famosos a nivel internacional. Tal es así que el arte textil taquileño ha sido considerado, el 2005, como Obra Maestra del Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO. Algunas prendas, como los chullos, sirven para expresar ciertas características de quienes lo portan. Por ejemplo, un chullo con la punta blanca indica que la persona es soltera o un chullo con orejeras avisa que el portador es una autoridad.
En el “Local Comunal” pudimos comprar chuspas (bolsas andinas), chalinas, chumpis (fajas) y hasta chullos. Cada pieza tiene inserta un papelito cuyo número pertenece a la familia que la ha hecho, por eso cuando uno compra una de estas cosas tiene la seguridad de que lo que ha pagado llegará a las manos de la misma familia. Aquí no existe intermediario alguno. Todo es para y por la comunidad.
Luego subimos al techo del local y desde allí tuvimos otras vistas muy bellas del lago. El hambre pintó, hay buenos restaurantes en la misma plaza pero como no teníamos mucho dinero caminamos por allí para ver qué encontrábamos. Por fin, pude conocer a una señora que vendía “anticucho de alpaca”: pedazos de carne de alpaca cocinados sobre una parrilla, incrustados en palitos de carrizo o de metal. Bien servido con una papa del tamaño de mi cabeza. Delicioso y baratísimo.
Esa noche volvimos a Puno donde nos quedaríamos a dormir una noche más y al día siguiente tomamos un bus ORMEÑO que venía desde La Paz. En verdad el bus estaba medio vacío y como vieron que éramos un grupo grande nos hicieron un buen precio y nos permitieron subir a completar los sitios que faltaban. Así que el viaje de regreso lo hicimos en un solo bus y con muy buenos servicios.
Y ahí vamos, cada vez que nos reunimos con mis amigos recordamos ese viaje como uno de los mejores. Cada experiencia, cada risa, cada ocurrencia la tenemos bien grabada en la memoria y la recordamos con cariño. Lo único que no podemos hacer es tratar de explicar la belleza del lago, en esos momentos, reina el silencio. Y es que en verdad, no hay palabras para definir este país de agua guarecida en la hermosa planicie puneña, sinceramente, no las hay.
Pablo