El despertar no es mejor de lo que fue el despedir el día de ayer, de hecho, es algo peor. El vino, que ayudó a dormir, no ayuda a despertar en buena forma. Una ducha, lo que Mario necesita es una ducha. El agua caliente recorre su cuerpo, quemando un poco, en un intento de que arrastre con ella la mala sensación que sigue embargándole. Tiene resaca de alcohol, de viaje, de emociones; un cóctel complicado de manejar y que empieza a ser un estado habitual y reconocible cada vez que vuelve de casa. A estas alturas sabe dónde tiene su casa pero empieza a dudar de dónde está su hogar. No sabe si está perdiendo perspectiva o ganándola.
Va hacia el trabajo de manera automática, sin apenas percatarse de por dónde va porque su cabeza insiste en repasar una y otra vez el día de ayer: las insinuaciones, las acusaciones veladas, su sentimiento de culpa… No tiene sentido darle vueltas, lo sabe, no soluciona nada, y le quedan todavía seis meses de estancia aquí. Porque le quedan seis meses; el renunciar a esta etapa, profesional y personalmente no es una opción para Mario. No quiere. Vuelve la culpa con ganas de instalarse pero una voz allá al fondo le dice que ni hablar.
Hace tres meses que comenzó esta aparente doble vida que él siente como un balón de oxígeno. Tiene la sensación de estar completando la paleta de colores de su vida desde que conoce a Cres. Una sonrisa le llena el cuerpo cada vez que piensa en su nombre, Crescencia, tan potente y poco habitual como ella. Nunca ha conocido a una mujer así, tan directa y honesta que le descoloca todavía hoy en mil detalles. Sólo siente culpa cuando vuelve de casa, cada vez le sientan peor esos fines de semana. Empieza a pensar en no volver pero las ganas de pasar tiempo con Mario Jr. son más fuertes. Y es que la culpa se evapora desde el segundo que ve a Cres a primera hora del lunes mientras toma el primer café del día con ella en la oficina.
Jefe y secretaria, ¿podría haber algo más tópico y trillado? Y sin embargo, él siente que a nadie antes le puede haber pasado así, de esta manera. Surgió, no lo buscaron. Pero bueno, éstos sólo son los pensamientos con que Mario se calma a diario. La única verdad es que no puede, ni quiere, dejar de ver a Cres; no quiere, ni puede, dejar de sentir lo que siente y no puede, ni quiere, plantearse si se equivocó con la decisión de seguir adelante con esto. Cres es llana en su manera de expresarlo todo en su vida. Su manera de mirarte, de decirte lo que siente, o cómo siente, no tiene escondites oscuros de los que pueda surgir una sorpresa inesperada. Ella es, sin necesidad de esconder o gritar ciertas cosas al mundo, y eso sigue descolocándolo, sigue sorprendiéndose de esa linealidad en su comportamiento que, a pesar de todo, está plagada de giros inesperados. Desde el principio ha sido como deslizarse en tobogán, un deslizarse sin esfuerzo. Un trato agradable, profesionalidad, miradas cálidas, una pequeña confidencia personal, tardes que alargan en el trabajo sin ser conscientes de la hora que es, ir juntos a cenar, ir juntos a una cama. Todo ha sido una secuencia de instantes ineludibles. Y aun así, todo esto Mario habría podido pararlo, pero despertó junto a ella y no había maquillaje ni en su cara ni en su mirada.
– Gracias. – Dijo Cres.
– ¿Y eso?
– Por esta noche. Por compartir momentos con honestidad.
¿Pero qué idioma hablaba esta chica? Sintió que le tomaba el pelo, que después vendría el chantaje emocional velado para volver a verse a solas, para irlo atrapando. Y como no supo qué decir, no dijo nada. Sólo la miró a los ojos y ella le devolvió la mirada. Era una mirada limpia, tierna, en la que él se reflejó y se permitió dejarse llevar de nuevo sin pensar. Se besaron de una manera nueva, volviendo a mirarse como si acabaran de encontrarse por primera vez.
– Hola, soy Mario. – dijo con un tono tonto, sin poder evitarlo.
– Un placer, – y sonrió con picardía – soy Cres.
Y ya nada ha vuelto a ser igual en la vida de Mario, es como si hubiera cambiado de gafas y hubiera tenido acceso a una realidad paralela donde se puede ser honesto a pesar de sentir miedo.
Cres acepta que esté casado.
Cres acepta que en público no muestre afecto hacia ella.
Cres agradece que no le ande prometiendo que va a dejar a su mujer o que ella es la única con quien ha sido infiel.
Cres agradece que él regrese siempre con la mirada limpia.
Y Mario no le ha contado que se siente culpable de tener la certeza de que nunca más podrá ofrecerle a la madre de su hijo el amor que se merece. No le ha contado que se muere por besarla cada cinco minutos cuando está con ella, pero no lo hace en público para que quien los conoce no la juzgue. No le ha contado que ya no recuerda cómo se ha sentido con otras mujeres porque hasta ahora nunca había amado.
Su cabeza se arma de mil y un razonamientos, aprovecha que él no necesita su atención para conducir porque el camino es el habitual. Él que siempre ha sentido su mente como una aliada con la que progresar en su carrera, poner orden en los asuntos personales y lógica en lo relativo a la educación de su hijo, ahora se siente acosado por ella, cada vez más arrinconado. Es como un mar embravecido donde las olas azotan y la resaca que dejan es densa y con una fuerza a la que en su estable vida no estaba acostumbrado. Aparca, y antes de bajar del coche sacude la cabeza, resopla, en un intento de apartar el temporal que lleva con él. En un momento verá a Cres, ella siempre está allí cuando él llega. Pero en el ascensor una imagen lo asalta, vuelve a ver a su mujer llorando, apoyada en la mesa de la cocina donde tantas confidencias y desayunos compartieron durante un tiempo. Vuelve a ver por un instante la intensidad de la interrogación en su mirada y, de repente, Mario cae en la cuenta del tiempo que hacía que no se miraban a los ojos, de ninguna manera. Cae en la cuenta de todo el escenario estupendo que construyeron en torno a la idea de estabilidad, comodidad, progreso y normalidad. Un escenario en el que olvidaron poquito a poco a los actores principales para ponerlos al servicio del guión, sin cuestionarlo.
Y de repente, se siente más ligero. Ya no hay culpa, ni sentimiento alguno de querer culpabilizar, sólo piensa en esas lágrimas. Lágrimas de cocodrilo, piensa; lágrimas útiles para ese personaje que, aún inmerso en el guión, siente que salen del corazón y que él cree que provienen de ese no querer perder el escenario conocido porque no se ha permitido siquiera leer otros guiones. Sea como fuere, caminando ya hacia su oficina, el hormigueo vuelve. Pasa por delante de Cres sin detenerse.
Ya instalado, la llama y le pide que traiga los dos cafés y la agenda, como cada mañana. Mario ya tiene la agenda a la vista cuando abre su ordenador pero le gusta repasarla cara a cara y ver si hay algún imprevisto, desde el principio fue así y así comenzó todo.
Cuando Cres entra, dejando la puerta abierta, como siempre. Mario se levanta, espera a que ella acomode los cafés pero no deja que se siente.
– Buenos días, preciosa.
Y no es un susurro, ni una voz elevada, es sólo el prólogo de un primer beso en el despacho.
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