Revista Cultura y Ocio

Lágrimas en la lluvia

Por Calvodemora
Lágrimas en la lluvia
Deberíamos no tener cuerpo, no obedecer sus servidumbres, no tener que esmerarnos en su cuidado si queremos hacer que dure más o no caer en los excesos para que no enferme. Es traumático la relación que tenemos con él desde que percibimos nuestra existencia. No hay nada que sea más nuestro que su presencia tangible e inevitable. A él le encomendamos que nos agasaje, como si dentro suya anduviésemos nosotros, pendientes de que haga con rigor su trabajo y no desatienda la rendición prevista de placeres. Le exigimos que funcione a pleno rendimiento, le pedimos (sin los protocolos y la educación que merece) que nos abastezca de júbilos y, en esa conversación entre el cuerpo y nosotros, andamos, dormimos, hacemos la digestión, pasamos frío, sudamos o fornicamos. Salvo lo que pensamos (y no siempre) depende de su estado de forma. Anoche, leyendo en el sofá, tuve la sensación de que él iba por un lado y yo (ya digo, mi cabeza, lo que no es enteramente la máquina que anda o duerme o hace la digestión o pasa frío o suda o fornica) iba por otro. Cerraba los ojos, sentía nublarse la conciencia, percibía a ratos la luz de la lámpara y escuchaba también a ratos el disco que había puesto (uno de John Coltrane a un volumen muy bajo). Acepté que el día había acabado y que no era posible seguir leyendo (unos cuentos de Cheever) por lo que apagué la lámpara y el equipo de música, dejé los cuentos en la mesita y me encaminé pasillo adelante hacia el dormitorio. Nada más ocupar la cama y buscar acomodo en las sábanas me desvelé. Lejos de contrariarme, me calcé las zapatillas de casa y regresé al dormitorio. Hola, Cheever; hola, Coltrane. No sé si estuve una hora más, quizá no tanto, pero cuando volví a la cama, ya bajo mi voluntad, cuando vi que la hora era avanzada, sentí una de esas benditos momentos epifánicos, que escapan de la rutina y de la banalidad y de la fría concatenación de cosas que nos suceden durante el día y que son ajenas y no nos llenan; sentí que era dueño de mi cuerpo o que mi cabeza (empozoñada a veces por vicios y por torpezas) había triunfado, hecho lo que le apetecía (leer a Cheever, escuchar a Coltrane), aunque al día siguiente, por disfrutar esas horas de felicidad privada, el cuerpo cobrara su peaje y me levantara con la resaca que sin titubeos acarrean ciertos excesos. No tiene uno ya completo dominio de su cuerpo, padece más achaques de los que desearía, le afectan cien quebrantos, se duele de mil punzadas, pero todavía sabe aceptar órdenes y reconocer quién manda. Llegará el momento (ay) en que cada uno vaya por su lado o, cosa más dolorosa aún, que ninguno tenga claro qué camino coger o cuál no. Me acordé, en sueños, del gordo Hitchcock. No se sabe bien a qué vienen esas imágenes que prorrumpen casi violentamente cuando no las esperas. Las tienes en la cabeza, pero ignoras qué deseo las anima, si anhelan hacerse un hueco o estarán ahí, en la memoria infinita, en la insondable, hasta que sean verdad las palabras del poeta y seamos polvo o lo que quiera que podamos ser cuando no tengamos cuerpo que nos alegre o nos perturbe y la cabeza no tenga opinión y no podamos contar con ella para lo que se nos ocurra. La memoria cinematográfica invita a Roy Batty, el atormentado replicante de Blade Runner, y le escucha de nuevo contar su oración, la rendición dulce y mansa de las cosas que ha visto, las naves en llamas más allá de Orion, los rayos brillando cerca de la puerta de Tannhäuser, todos esos momentos que se perderán cuando no estemos. Como lágrimas en la lluvia. Y no es pesadumbre esa certeza, no lo es en absoluto: es la constatación de que el tiempo avanza y lo hace a beneficio nuestro a pesar de todo. Hoy es sábado y suenan los Eagles (qué buenos eran los Eagles de los setenta) mientras me ocupo en cambiar unos aparatos de sitio, en poner y en quitar cables, en hacer que todo suena después como debe. Parece que sí. He sido un operario cuidadoso y formal.

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