La madrugada del 20 de noviembre no se diferenció en nada de las como poco 20 ó 25 madrugadas anteriores. La noche anterior el soldado Gregorio Gómez, “Goyita”, fue objeto de las habituales burlas y chanzas, quizás en esta ocasión, algo subidas de tono pues a las mismas se añadieron dos felaciones que hubo de practicar y la consabida penetración que siempre sufría cuando Gabino estaba de furriel en la compañía. En fin, como se ve las horas que precedieron al amanecer del día 20 apenas si difirieron en algo de amaneceres anteriores.
—¡Cómo le gusta a la muy puta! —comentaba el corrillo que alrededor de Goyita y el partenaire de turno se formaba. Era una práctica voyeurista que servía también para esconder a la pareja de miradas ajenas; no había que olvidar que este comportamiento se consideraba impropio del estamento militar cuya conducta, así rezaba en las ordenanzas, estaba guiada siempre por la virilidad amén de por la gallardía. Ofrecerse, solicitar o practicar sexo entre hombres era considerada conducta aberrante amén de degradante.
Todo este quilombo habitualmente finalizaba al toque de retreta. Alguna vez había sido tal el entusiasmo de unos u otros que, por ignorarlo, sufrieron arrestos de fin de semana sin salir e incluso varios días incomunicados en el calabozo o en la prevención. Sin embargo de un tiempo a esta parte el temor al castigo había desaparecido. El acuartelamiento llevaba más de un mes con todos sus efectivos siempre de guardia o de refuerzo, así que al nulo efecto que el bromuro parecía hacer en Goyito y adláteres se sumaba la desaparición del incentivo del fin de semana fuera del cuartel.
Cuando a eso de las seis de la mañana de ese día se escuchó el toque de diana, la compañía se irguió de la manera habitual. De la litera superior a la de Casimiro salía como todas las madrugadas la canción de Roberto Carlos ‘Yo quiero tener un millón de amigos’. «Le parecerán pocos amigos a este vaina los que me he echado yo estos meses. No te jode». Casimiro siempre pensaba lo mismo al oír la cortinilla musical de ese programa radiofónico que daba paso a una serie de canciones solicitadas por los madrugadores oyentes. Y mientras estas músicas sonaban, por el pasillo que quedaba entre las dos filas de literas dobles los compañeros iban en ropa interior, semidesnudos o desnudos por completo camino de los aseos. Hacia ellos se dirigían toalla en mano o como el cachondo de Eleuterio en la baqueta de su erección. Como se ve, esa mañana, igual que la noche que la precedió la vida en el cuartel del Regimiento Farnesio de Pucela discurría como siempre.
—¿No te parece que el teniente Blanco está hoy algo nervioso? —me preguntó durante un momento del recuento matinal mi compañero de fila en la formación.
—Pues no sé —le dije— yo lo veo como siempre, de mala leche, o sea, como todos los días.
—No sé qué decirte —prosiguió Mariano, que así se llamaba quien creía haber percibido un cambio importante en el comportamiento del oficial de la sección de nuestro escuadrón—, los tenientes llevan hablando, nerviosos, con los alféreces desde primera hora. Y acaba de ser llamado el Capitán del escuadrón a una reunión en la Comandancia del Regimiento. No sé, chico, me da mala espina. ¡A ver si Paquillo la ha palmado!
—No jodas, tío, ojalá que no sea así. Que yo tengo permiso del teniente para poder asistir este finde a la boda de mi hermana en Soria. Y, claro, si Paco el Rana muere me lo quitan, seguro.
Durante el desayuno sobre los casi doscientos hombres parecía haberse dictado orden de silencio. Sólo el ruido de la cacharrería interrumpía el sonoro mutismo que a esas horas del amanecer sobrevolaba la enorme sala. Los soldados miraban con cara de circunstancia a los cabos primero que de aquí para allá llevaban órdenes, preguntas o simples disposiciones a jefes y oficiales que desayunaban en el comedor adjunto a la sala de la tropa.
Finalizado el desayuno y puestos todos en pie respondiendo a la orden proferida por el capitán Estévez, el comandante del escuadrón ordenó a la unidad dirigirse al salón de televisión para escuchar el comunicado que el Presidente del Gobierno iba a dar a la nación.
«Españoles, Franco ha muerto». La frase resonó atronadora en las mentes de todos cuantos estábamos en ese lugar del cuartel. Las miradas que nos cruzamos no eran de sorpresa sino más bien de temor. Llevaba el dictador tanto tiempo enfermo que ya nos habíamos acostumbrado a su probable inmortalidad. El equipo médico habitual hablaba de tromboflebitis, de insuficiencias cardíacas y respiratorias, de un estado de enorme gravedad, pero esto lo decían día tras día y ya habían pasado semanas enteras. Quizás el manto de la Virgen del Pilar y el brazo incorrupto de Santa Teresa estaban teniendo los efectos benéficos que se pretendían. Era imposible que el Altísimo no echase una mano protectora a quien como Él se calificaba de manera superlativa. Pero no, todo había sido en balde. La naturaleza había dicho su última palabra y ese 20 de noviembre tan celebrado siempre por el Partido Único había admitido en su seno a otro ser superior.
Las compañías fueron pertrechadas con la impedimenta ensayada con antelación y se ordenó a sus componentes subirse a camiones dispuestos para la marcha en el patio de armas. Oculto el temor y el miedo bajo el casco y sin mover un músculo de la cara ocupada sólo en mantener prieto el barboquejo los compañeros de mili, ya casi amigos, nos mirábamos sin vernos. «¿A dónde vamos?», «¿Qué va a ocurrir ahora?», «Nos han dado dos cargadores repletos a cada uno, ¿qué pretenden que hagamos?»… Entre bisbiseos, ante la mirada fría de tenientes y sargentos, los que estábamos sentados en las banquetas dentro de los camiones nos hacíamos estas preguntas que no buscaban respuesta alguna. Todos la imaginábamos: saldríamos a tomar la ciudad, a evitar algaradas, a hacer cumplir la falta de libertad que de seguro se establecería si es que no había sido ya dictada la orden.
Hoy ya no existe el Servicio Militar Obligatorio. A los jóvenes, desde tu edad ya provecta, cuentas estas batallitas que ellos oyen como si nada, no les parecen mejores ni peores que las series que consumen ávidos día tras día. Tú, a propósito, has dejado la historia inconclusa, quieres ver si la han seguido y si la quieren conocer del todo. Por fin, Marco, tu nieto favorito, que en este momento ronda la misma edad que tú tendrías en 1975 pregunta:
—Abuelo, ¿qué pasó?, ¿tomasteis la ciudad?, ¿tuvisteis que disparar?…
Y tú respondes lo que para todos constituye una sorpresa y una tremenda decepción:
—No, querido Marco, no. Todo lo contrario. Hubo contraorden y frente a todo lo esperado, y afortunadamente, nos mandaron descender de los camiones, entregar en intendencia chaleco y correajes, y en la armería del Regimiento fusil, casco y cargadores. A continuación nos reunieron en formación a todos en el patio para decirnos que quedaban suprimidos los servicios especiales de guardia e imaginaria y que marchásemos de fin de semana aquellos que estuviésemos libres de servicio.
—Pues vaya, no lo entiendo, abuelo.
—Que conste que nosotros en ese momento tampoco lo entendimos, aunque sí que lo acogimos con enorme alegría. Quizás la misma que luego nos contaron vivieron los amigos que no estaban haciendo la mili como nosotros. Nos dijeron que el champán corrió con alegría ese día en que quedaron suspendidas las clases ante el temor de lo que pudiera suceder.
—O sea que al final tanta prevención y tanta historia para nada. Me deja frío este relato. A propósito, ¿qué fue de Goyita, vamos, de Gregorio?
—No sé qué sería de él. Lo único que sé es que, según me refirieron, volvió a Tenerife de donde era y se dedicó al mundo del espectáculo. Mi amigo Alberto me comentó un día que alguien le había dicho que le habían contado que un tal Gregorio, Goyo y Goyita en el ambiente, era un importante miembro del colectivo LGTB de las islas. Pero no sé si será verdad. Como tampoco sé si la escena del barracón de antes de dormir que os he contado sucedería en realidad. Como me la contaron os la relato, nada más. Como dice el dicho Non e vero, ma sei ben trovato. Ja, ja. Sabía que os iba a gustar.
Por último Marco me lanzó una peliaguda cuestión:
—Abu, ¿tú crees que hoy podría suceder algo parecido a lo que tú viviste ese día o durante los meses que precedieron a ese 20 de noviembre?
—Pues no lo sé, Marco. El futuro siempre es imprevisible. Estamos viviendo ahora mismo sucesos que hace unos meses considerábamos impensables. El comportamiento humano es impredecible. Cosas que se nos decían irrealizables, vemos que no eran tales; comportamientos y reacciones personales que pensábamos nos sobrevendrían como consecuencia de las anteriores, mueren dentro de nosotros de manera natural. ¿Qué quieres que te diga? Quizás nos falte aún por vivir muchos otros 20 de noviembre y ojalá que como ese, ya tan lejano, no nos resulten traumáticos sino liberadores. Me da que como dice Roy Batty en Blade Runner nos quedan por vivir cosas que ninguno de nosotros ni siquiera podemos imaginar hoy; también, como dice el mismo replicante, todos esos acontecimientos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia.