Revista Educación

Laia

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Mi madre siempre me ha dicho que cuando llegue a un sitio nuevo me dé a conocer. Y supongo que eso debería hacer en mi primera contribución a este bendito blog. Pero a mí, que de tan poco echado p’alante que soy casi me caigo p’atrás, estas cosas me cuestan. Así que recurriré a un subterfugio, diré en qué trabajo: investigación en oncología pediátrica. Siendo sincero, mi camino hasta aquí ha tenido su poquito de vocacional, pero también su muchito de tener que pagar el alquiler y otros vicios. A ver, que me paso de frenada y se me come el subterfugio. La historia que yo venía a contar ocurrió hace unas semanas, una mañana temprano. Tengo que decir que la obra social del hospital donde trabajo es muy activa y siempre tiene iniciativas que compartir y proyectos en los que colaborar (¡oído cocina!). Sin embargo, nunca pierde la capacidad de sorpresa. El correo que recibimos el 18 de junio era breve pero intenso: una niña, hermana de un paciente recientemente fallecido, había donado a nuestro laboratorio los 300 euros que había conseguido vendiendo las manualidades que ella misma había elaborado. Confieso que no procesé el mensaje hasta después del café. Confieso, también, que me cabreé un poco. Me cabreé porque, a mediados de junio, en plena vorágine mundialista, estábamos con la Roja a todo meter. Me cabreé porque, con las elecciones europeas aún calentitas, tenía que elegir entre derecha liberal o caos, entre izquierda social o muerte, entre poder perdonar a Podemos o darle las gracias. Me cabreé porque, canario residente en Barcelona que soy, tengo que decidir si soy independentista o unionista, si me siento más español que canario, o más canario que español, o si ya me siento un poquito catalán; y si voy a votar SÍ-NO, SÍ-SÍ o, bueno, venga, NO y punto. Me cabreé porque todo esto me consume un tiempo brutal y no puedo liarme con otras cosas. Y llega esta niña, con sus 8 ó 9 años, y me dice, sin querer decirme a mí nada en particular, que ella sí está dispuesta a sacrificar su tiempo y su tristeza para ayudar a unos desconocidos a que intenten curar a otros desconocidos de la enfermedad que mató a su hermano. Sin garantías, sin seguridad ninguna, sin plazos. El cabreo, me pasa siempre, desapareció. Porque esos mismos seres humanos que se pelean en tertulias (ya sea en la tele o en el Congreso) y que viven tan al margen de la realidad como yo, no dejan de pertenecer a la misma especie que Laia. Y yo quiero que ella me represente. Quizá, algún día, esos otros humanos también lo logren. Al fin y al cabo, incluso Macaco y Antonio Orozco han logrado emocionarme al menos una vez. Hay esperanza.

 


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