Se me fueron las fuerzas el jueves a mediodía, deslizándose sin prisa y sin pausa mientras yo luchaba en mi batalla particular de tiza y pizarra. Y no pude más. Y tuve que sentarme en aquella silla de profesor, la negra, la que está junto a la mesa grande y que nunca -por costumbre, por norma, porque el profesor debe circular por la clase y hacerse presente a sus alumnos de manera constante- uso. Y se me acabó la energía, la fuerza y la palabra y me rendí y dejé que el dolor me recorriera sin mostrar batalla. Y pedí permiso para marcharme a casa antes de terminar el trabajo, doblada, vencida, pálida y agotada como tierra yerma exprimida. Y yací tres días en cama, defendiéndome contra una fiebre que no parecía mía, pero que lo era, y un estómago que estaba fuera... Y hoy he vuelto de nuevo a coger lanza en astillero y adarga antigua, sin rocín ni galgo corredor. Se acabó el bregar contra molinos de gigantes.