Revista Viajes
Suele compararse el paisaje de Lanzarote con el inhóspito suelo lunar, pero se olvida que la isla goza de la blancura de sus poblaciones que iluminan las extensiones de ese manto pardo de la lava. Además, la aridez de las erupciones queda ribeteada por el azul esmeralda del Atlántico, que refresca playas como las de Puerto del Carmen, Playa Blanca, playas del Papagayo, entre otras, y acantilados como el de Famara, un balcón para presenciar la isla de La Graciosa y el archipiélago Chinijo.
Cuando uno alcanza la isla de La Graciosa, tras navegar media hora desde Órzola, al norte de Lanzarote, hasta el puerto de La Graciosa, se encuentra pisando la arena de la Caleta de Sebo, pero también comprueba, con sorpresa que la arena inunda las calles y se recuesta en las puertas y aceras del pueblo.
Caminas hundiéndote y el tiempo se detiene, las prisas desaparecen y el silencio reina en esta isla hechizada por la serenidad. Apetece descalzarse y sentir la arena. Sin asfalto, el tiempo pierde sentido en este paradisíaco rincón del Atlántico.
Su extensión abarca 27 kilómetros cuadrados y ofrece la gama de colores africanos del Sáhara y de los volcanes canarios: ocres, amarillos, turquesas y pardos aturden la mirada del visitante. El mar moja las mejillas doradas de la playa de La Francesa, que suspira bajo la Montaña Amarilla. El aliento de este volcán, y de otros como la Montaña Bermeja, ahora no quema, pero derramó por sus laderas su llanto de genistas (el amarillo de Serrat en su Mediterráneo). Llegar desde la Caleta de Sebo hasta la playa de la Francesa supone una caminata de media hora, mientras, desde arriba, al otro lado del mar nos espía el disimulado vigilante Mirador del Río, hábilmente camuflado por una visera acristalada, en los riscos de Famara. Antiguos piratas buscaban refugio entre Famara y La Graciosa.