Llego a la "terminal terrestre" de Tacna con tiempo sobrado: aunque hay tres o cuatro empresas que viajan a Moquegua, el próximo autobús no sale hasta dentro de hora y media, así que, una vez comprado el boleto, me toca hacer tiempo como pueda. La estación es grande, pero tiene poca vida y ofrece escasas oportunidades para engañar al aburrimiento. Como además he perdido hace unos días el libro que venía leyendo no me queda mejor opción que sentarme en un restaurante, pedir una infusión de coca y ponerme a escribir un rato.
"Terminal terrestre", pienso. A menudo me pregunto por la razón de los nombres que dan en Hispanoamérica a las cosas más sencillas. ¿Por qué no "estación de autobuses", que es preciso e inequívoco? Terrestre no especifica mucho: sólo se opone a marítima y aérea, y puede no tener nada que ver con el transporte de viajeros; una empresa de logística de mercancías, por ejemplo, puede tener terminales terrestres. Por otro lado, tampoco termial es la palabra más adecuada, pues con frecuencia los autobuses no terminan (o comienzan) su recorrido en ella, sino que hacen parada y continúan viaje. Pero si esta expresión es pobre, mucho peor es la que utilizan en Chile, donde les dan el cursi nombre, rozando la pedantería, de "terminal rodoviaria". ¡Dios mío! Rodoviario, amén de ser una palabra inventada que no figura en el diccionario de la lengua española, intuitivamente suena más a ferrocarril, que es transporte rodado por vías. ¿A quién se le ocurren esos términos? Parece como si los distintos países hispanoamericanos estuviesen compitiendo por ver quién es más... imaginativo (dicho sea compasivamente).
Mientras estoy enfrascado en estos ociosos pensamientos el café y el jugo que he tomado para desayunar han hecho su efecto, y me veo precisado de visitar dos veces los aseos, que por tratarse de "SERVICIOS HIGIÉNICOS" son de pago, como es corriente en Perú. Éste es otro de esos terminejos tan pretenciosos como incorrectos. Higiénico significa "perteneciente o relativo a la higiene", que dudo mucho que sea a lo que esta gente se refiere. O bien se trata de una redundancia o, más verosímilmente, querrían decir higienizados; lo cual, de todas formas, tampoco es cierto la mayoría de las veces, ya que como mucho suelen estar aseados. En cualquier caso, como nadie puede esperar encontrar unos baños con el rótulo "SERVICIOS NO HIGIÉNICOS", se puede asumir sin temor a equivocarse que, a efectos prácticos, los retretes públicos siempre son de pago en Perú, pues basta colocarles el apodo "higiénicos" para justificar la tarifa. De todos modos no me quejo: a cambio de los ridículos 50 céntimos que cuestan se adquiere el derecho a una generosa tira de papel higiénico (este sí) y... bueno, al menos están limpios.
Cuando por fin mi autobús se estaciona -con retraso- en el andén, al ir a abordar me entero de que tengo que pagar dos soles extra por el uso de la... ¿cómo es..? terminal terrestre. Se trata de la tasa de embarque, otro invento para exprimir aún más a la pobre población peruana so pretexto de utilizar una infraestructura municipal que ya ha sufragado sobradamente con sus impuestos. La abono en una pequeña cabina medio invisible entre las tiendas y los mostradores de las compañías, pero aún me falta por pasar otro control: a pie de pista -como quien dice- han levantado, bajo una sombrilla junto a la portezuela del autobús, un stand volante consistente en una mesa alta, una señorita con la lista de viajeros y una cámara de vídeo. Supongo que esto viene a hacer las veces de "puerta de embarque", como en los aeropuertos (¿o los llaman "terminales aéreas"?), para comprobar que el billete coincide con la identidad del pasajero; o viceversa: no lo tengo muy claro. Menos mal que en esta ocasión no he dado un nombre inventado al comprar el boleto, porque me habría quedado en tierra.
Huelga decir que estas pejigueras me parecen fuera de lugar, especialmente en un país más bien caótico como es Perú; hecho esta último, por cierto, que queda demostrado cuando, según el conductor hace la maniobra de salida y se dirige ya a las puertas del recinto, surge de nadie sabe dónde un tipo grande y muy craso, la tripa derramándosele en tres cuartos de circunferencia por fuera del cinturón, la cara mojada por el sudor, la doble papada oscilando, a cada paso, al ritmo del resto de sus excesos adiposos corporales, un aire mongoloide en los rasgos y pidiendo a voces que lo dejen subir, mientras agita en la mano una tira de papel, presumiblemente su billete. Ese hombre no ha sido controlado en puerta de embarque alguna, y puede que tampoco haya pagado la tasa del terminal.
Y aunque conductor y copiloto parecen dispuestos a pasar olímpicamente de él, él parece aún más dispuesto a no darse por vencido tan fácilmente, y trota a pasitos cortos junto al morro del autobús, estremeciendo su lardo trémulo, el equipaje en una mano, el boleto en la otra, el grito en los labios, la expresión de malas pulgas asomando sin disimulo tras sus facciones bobaliconas. Y al ver que salimos ya del recinto y él no ha conseguido subir aún, se planta delante del parabrisas, con un par, resuelto a subirse por sus cojones y sordo a las explicaciones del copiloto, que le dice que tienen prohibido admitir viajeros una vez cerrado el rol (vamos, igual que en los aviones), y ya no digamos fuera de la estación y con el bus en marcha. Aun así, el porfiado obeso mórbido consigue sacarle al chófer el compromiso de dejarlo embarcar en determinado punto fuera de la ciudad, a donde en seguida se dirige llenando un taxi que por allí planea como carroñera al olfato de la muerte.
A todo esto, yo no he sido muy afortunado: me ha tocado sentarme junto a otro gordo, considerablemente menos fofo que el anterior pero por eso mismo menos elástico, que apenas me permite ocupar el asiento al que creo tener derecho. Es un hombre de mi estatura pero el doble que yo en el grosor de tronco y extremidades, algo macizo, que pese a la barrera del apoyabrazos intermedio, forzosamente invade parte de mi sitio. Va totalmente enfrascado en su selular y parece -o lo simula- no darse cuenta de la molestia que su obesidad le causa al vecino, o sea a mí. Esta clase de gente, creo yo, adquiere el hábito de aislarse y desentenderse del mundo que los rodea quizá como mecanismo (consciente o no) para no darse por enterados de los trastornos que sus gorduras acarrean al prójimo.
Este detalle, por cierto, me hace advertir que en Chile apenas he visto gente con sobrepeso: o bien la herencia mapuche es menos propensa a engordar que la quechua, o bien el Estado chileno se ocupa mejor de que sus ciudadanos se cuiden más; sin descartar una tercera posibilidad, y es que allí los precios son tan absurdamente caros que tal vez la gente no tenga ni para comer. El caso es que las leyes de Murphy han querido que me toque junto al tío más gordo que viaja en el autobús, por lo que, nada más abandonar la estación -y tras cerciorarme de que ya no hay paradas intermedias donde puedan abordar otros viajeros- me mudo a otro asiento solitario.
Pero no he tenido en cuenta que el hombre-tocino, paradigma del tesón, a bordo del taxi ha logrado interceptar la trayectoria del autobús en las afueras de Tacna. El conductor, leal al compromiso adquirido, se detiene y lo deja embarcar. Se me ocurre que, a ojos de un observador externo, debe de ser cómica mi expresión de terror al ver avanzar por el pasillo a ese hombre, no ya el doble sino el triple que yo en volumen, abriéndose camino entre los respaldos, con dificultad, hacia donde yo me he acomodado escapando de mi propio gordo.
Por milagro, aún queda otra pareja de asientos vacíos junto al mío y en ellos rinde el gigante sus grasas, ocupando ambos sitios, reclinándose hacia atrás con peligro de rotura del respaldo y espatarrándose cuan alto es. El sudor le resbala copiosamente papadas abajo y moja la parte superior de su camisa, mientras bajo las sueltas faldas de ésta asoma, desbordada, la tripa en derredor. ¡Qué sujeto más repugnante! Menos mal que voy junto a la ventanilla opuesta y ligeramente avanzado, de modo que me basta un pequeño giro axial para no tener que ver a semejante adefesio. Con el mismo pueril instinto del durmiente que, recién despertado de una pesadilla, se tapa no obstante la cabeza con la sábana para protegerse de la amenaza que, ya en la vigilia, pudiera aún suponer el peligro onírico del que acaba de escapar, me concentro todo lo que puedo en contemplar el paisaje para tratar de ahuyentar de mi cabeza la espantosa visión recién vivida y olvidarme de la turbadora presencia que aún oscila ahí, apenas a una yarda de distancia...