Jesús Rodríguez y Gregorio Verdugo
Guillena es un pueblo situado apenas a veinte kilómetros de Sevilla que en 1936 contaba con una población de cuatro mil habitantes. Cuando se conoció la noticia de que el ejército rebelde se había sublevado contra la legalídad democrática de la República, la gente del pueblo formó un comité que se encargó de la recogida de armas por casas y cortijos, con la anuencia del brigada comandante de puesto de la Guardia Civil.
Establecieron guardias y vigilancia en los accesos al pueblo, llevaron en camionetas víveres y dinamitas a varias poblaciones cercanas e intentaron sin éxito la voladura de un puente sobre el Guadalquivir en la localidad sevillana de La Algaba.
A las ocho de la tarde del 26 de julio de aquel año, una columna mandada por Ramón de Carranza, que luego fue el primer alcalde franquista de la ciudad de Sevilla, tomó el pueblo y dejó nombrada una comisión gestora a cargo del Ayuntamiento que lo primero que hizo fue suspender a todos los empleados municipales, excepto el alguacil y el jardinero, y la sustitución del secretario por otro nuevo.
Dos días más tarde llegó a Guillena una columna al mando del brigada de la Guardia Civil Juan Ruiz Calderón, que se encargó de poner en marcha las milicias junto a Antonio Belmonte, jefe de Falange, y comenzaron las detenciones y las batidas en las inmediaciones de los pueblos para iniciar la represión y persecución de los huidos y, además, evitar los asaltos que se venían dando en cortijos y fincas en busca de alimentos.
Comienzan entonces las detenciones y los traslados de prisioneros a Sevilla para ser a los pocos días ejecutados. La gran mayoría de los detenidos se entregaban voluntariamente, engañados por los continuos señuelos de los represores y por las amenazas contra sus familiares.
En el marco de esa brutal ola de represión que se desencadenó después, durante el otoño de 1937, diecinueve mujeres del pueblo fueron detenidas y posteriormente sacadas de la cárcel, paseadas públicamente con las cabezas rapadas y obligadas a asistir a misa. Pocos días después, diecisiete de ellas fueron trasladadas a la localidad cercana de Gerena, donde fueron asesinadas alrededor de las diez de la mañana y arrojadas a una fosa común en el cementerio.
José Domínguez, que por entonces tenía ocho años y se encontraba jugando en un olivar cercano junto a sus amigos, le contó al profesor Leonardo Alanís Falante que durante la masacre las mujeres trataron de esconderse en los nichos excavados en la tierra y un sujeto apodado el Moña las cogía por los pelos y las ponía para que las mataran. Mientras ellas trataban de protegerse, sus verdugos disparaban sus fusiles desde la cancela del camposanto. Eran algo más de una docena, todos falangistas, salvo dos o tres guardias civiles. Una de las diecisiete mujeres presentaba un avanzado estado de gestación. La mayoría de ellas todavía permanecen inscritas en los registros civiles como personas vivas. La hija de una de ellas conservó para siempre la hoja del calendario que marcaba el día fatídico de aquel año en que asesinaron a su madre. Se puede decir que a partir de entonces su vida se convirtió en una prolongación inacabable de aquel noviembre trágico que se eternizó hasta el final de sus días.
Miguel Aguilera Garzón y Manuel Domínguez Postigo son hijo y nieto respectivamente de dos de aquellas mujeres. Hoy están luchando contra las adversidades para encontrar sus cuerpos y recuperarlos para honrar sus nombres y su memoria. Esta es la historia que nos contaron.