Los días malos no son peores que los días buenos. Son diferentes. Y de todos es sabido que en la variedad está el gusto. Así pues, deducimos que es mucho mejor que tener algunos días buenos y algunos días malos, antes que días sólo buenos. Pero claro, nadie en su sano juicio aceptaría tal enunciado, todos queremos solamente días buenos. ¿O no?
Lo que pasa es que no nos hemos parado a pensar. Si tuviéramos sólo días buenos no lo sabríamos porque no existiría ningún elemento de comparación, no podríamos valorarlos ni distinguirlos, no seríamos conscientes de lo bien que estamos. Los días malos son esenciales precisamente por eso, porque nos permiten darnos cuenta de cuándo son malos y saber vivir con ellos a la espera de que amaine el temporal.
Todo esto, que parece un pequeño lío, a mí me parece muy fácil y básico, casi obvio. Necesitamos del bien y del mal en su justa medida, porque uno no existe sin el otro. Lo mismo sucede con la luz y la oscuridad, lo blanco y lo negro, lo bonito y lo feo… y todos los demás opuestos que se nos ocurran: uno no existe sin el otro. Esto tampoco significa que tengamos que dar gracias a los dioses cada vez que tenemos un mal día, pero puede servirnos para que ese mal día pase lo más desapercibido posible mientras esperamos que se de vuelta la tortilla y pase el dolor.
No me pregunten qué tienen que ver mis reflexiones de hoy con las imágenes. Me he levantado demasiado cansado como para buscar un paralelismo, así que simplemente he subido algunas imágenes de Madrid que tenía en el disco duro y me he puesto a escribir sin pensar demasiado. El resultado ha sido esto. Si es bueno o malo este post poco importa, porque lo bueno sólo sirve para esperar a lo malo y lo malo sólo sirve para esperar a lo bueno, así que al final todos contentos.
Inevitablemente parece que hoy me he despertado nadando en el confuso y agitado mar de las aguas ambiguas.