Revista Sociedad

Las arrugas de la vida

Publicado el 21 septiembre 2017 por Abel Ros

Cada día estoy más harto de las noticias que se vierten en las calles del vertedero. Lo estoy, queridísimos lectores, porque el referéndum catalán y el discurso de la independencia ha acaparado, de manera abusiva, la agenda setting de este país. Parece como si la economía, la violencia de género, la Unión Europea, y otros asuntos de altura hubiesen desaparecido del negocio del instante. Tanto me aburre la prensa que, de ahora en adelante, escribiré durante un tiempo sobre temas que, desde mis años mozos, han tambaleado mi intelecto. Hace años, conocí en El Capri a Gregorio, un tipo de frente despejada y discurso pausado. Adicto al gintónic y a las noches en vela, sabía muchísimo de filosofía. Tanto que se doctoró por la UNED mientras recolectaba limones en los huertos de mi pueblo. Todo un ejemplo a seguir, para quienes sus miedos bloquean el anhelo de sus sueños.

Aquel tipo hablaba de Heidegger como Jacinto - el vecino de la barra - de Messi y sus trapicheos con Hacienda. Un día, tras corregir los exámenes de la primera evaluación, bajé al Capri a tomar un café. Necesitaba una dosis de cafeína para mantenerme despierto hasta altas hora de la madrugada. Recuerdo que con aquel tipo hablé de Sartre, del "ser y la nada", y de cómo la vida es tan corta para unos y tan larga para otros. Hay viejos de veinte años, me decía, y jóvenes de ochenta; lo que importa no es el número sino la actitud ante la vida. La edad es una construcción social que envenena a los humanos con el síndrome de Peter Pan, la crisis de los cuarenta, y otras afecciones similares. Según Rodrigo - como así se llamaba ese tipo - los seres humanos no deberían mostrar su edad a quienes osan saberla. No deberían, me decía, porque el número determina las percepciones que los otros tienen sobre nosotros.

En días como hoy, la gente está rompiendo, cada vez más, las barreras de la edad. La jubilación ya no es un periodo de enfermedades y lamentaciones, sino una etapa de sueños y oportunidades. A los sesenta y cinco, me comentaba Paco - un octogenario que suele tomar café en El Capri - es cuando aprendió a leer y escribir. Justo a esa edad, tras una vida de penurias económicas, Paco se matriculó en una escuela para adultos. Allí, con compañeros de su quinta, descubrió el placer por la lectura. Un placer, como les digo, que le sirvió para descubrir la historia, sentir la poesía, y entender los prospectos de los medicamentos. Gracias a la lectura, este señor de la España del Caudillo lee cada día la prensa y la última de Reverte; un logro formidable para quienes en su día no gozaron de los recursos del presente. Las arrugas son los surcos de la vida. Son, en palabras de Gregorio, las huellas de un camino tras la sequedad de la lluvia.

A los ochenta hay gente que corre maratones, estudia carreras universitarias y perfecciona sus aficiones. La edad no debería determinar nuestras decisiones. Al final del trayecto: las esquelas, las losas del cementerio y los obituarios solo muestran el segmento de la vida. Un segmento donde lo único que importa son los hechos, por encima del momento en que se hicieron. Lo importante de Cervantes - por poner un ejemplo - fue la receptividad y trascendencia del Quijote. La repercusión de su obra y valga la obviedad -, siempre será mayor que la edad de su autor en el momento de escribirla. Así las cosas, nunca es tarde - como diría Sancho Panza - si la dicha es buena. Aquel tipo del Capri, me decía que lo único cierto que tenemos es el presente. Si de algo estamos seguros es de que estamos vivos. Una condición necesaria, pero no suficiente, para saborear el instante sin los prejuicios del pasado, ni las ilusiones del futuro.


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