El género musical es muy difícil que deje indiferente al espectador. Lo odias o lo amas. Damien Chazelle lo detestaba. Es curioso, porque personalmente era un género con el que me ocurría algo parecido. Sí recuerdo de niño caer en las garras de ese irresistible clásico infantil llamado El mago de Oz, sin embargo, no continué por el camino de las baldosas amarillas.
Pero todo cambió un día. Y no, no fue en un atasco. Fue cuando tomé consciencia de que era un cinéfilo empedernido y que tenía que ver de todo. Fue ese galán llamado Fred Astaire el que me hizo ver en Top Hat que el musical era tremendamente especial. Pese a que era en blanco y negro, ya había un sentido del espectáculo, una armonía corporal y un romanticismo especial. Pero sobre todo fue ver a la pareja de bailarines más maravillosa del mundo (Fred Astaire y Ginger Rogers) deslizándose por el escenario con una elegancia que todavía hoy me enamora.
Después me acompañaron las piernas más hermosas de la historia del cine, las que tenía Cyd Charisse y de las que el citado Fred Astaire pudo disfrutar en The Band Wagon. Detrás de la cámara se encontraba uno de los mejores directores en la puesta en escena. Porque si algo tenía Minnelli, es que era un genio del uso del color y la escenografía, y del movimiento de la cámara y de los personajes (la mejor muestra está en la maravillosa Un americano en París).
Por supuesto hay que hablar de Gene Kelly, de la mítica Cantando bajo la lluvia, pero sobre todo de otra que siempre se recuerda menos, Un día en Nueva York. Y que tiene el mérito de ser el primer musical de la historia del cine en rodarse en la calle, abandonando los platós y saliendo a los escenarios naturales. Y no sólo eso, si no demostrando también que los números musicales podían servir como una prolongación del estado de ánimo de los personajes.
Después vendrían los musicales de los años 60, una década muy prolífica con obras como Mary Poppins, la oscarizada West Side Story, Lola, Las señoritas de Rochefort, Los paraguas de Cherburgo o mi querida My Fair Lady. El genero cayó en picado después y desde entonces se vieron musicales con cuenta gotas, de los que destacaron algunos como Cabaret, Bailar en la oscuridad o Chicago. No quería olvidarme por supuesto de uno de los pioneros del género, la maravillosa La calle 42, con unos planos cenitales y unos efectos caleidosféricos todavía hoy realmente asombrosos.
¿Por qué hago este recorrido?
Porque algo así ha hecho Damien Chazelle con La La Land. Algo parecido a lo que hizo Michel Hazanavicius (The Artist) o Pablo Berger (Blancanieves) con el cine mudo.
Es la película de un cinéfilo (¡¡de solo 32 años!!) realizada con un gusto y una exquisitez que te vuelven loco. Es sencillamente preciosa y deliciosa. Y no merece la pena usar más adjetivos, porque se acabarían y serían pocos. Lo mejor es entregarse y rendirse a sus pies. Yo lo he hecho en la fila 5 esta noche cuando he contemplado posiblemente el final más mágico, romántico y cabrón que han visto mis ojos desde que Jack Lemmon y Shirley MacLaine barajaron unas cartas allá por 1960.
Es un guión muy bien estructurado, sencillo (que no simple) y llevado a la contra en montaje. Es un clásico moderno, imposible no encontrar las decenas de referencias a algunos de los clásicos que he mencionado, pero rodado de una manera muy moderna. Planos largos, con continuos movimientos de cámara y con pocos cortes para que los números musicales tengan vida. Y se nota con creces, sobre todo en los actores, ya que es un gusto verles en esos planos largos. Se nota como las secuencias respiran y acaban siendo mágicas.
Ambos están estupendos. Ryan Gosling (en mi opinión el Richard Gere de esta época) canta, baila y logra que duela verle. El aura de El diario de Noah le envuelve en algunos momentos. Es inevitable. Y por supuesto, Emma Stone. Ver esa mirada felina, esa tez blanca, esas pecas y ese precioso pelo rojizo hechiza a cualquiera. Pero no es solo eso, ni mucho menos. Son sus cambios de registro (la escena de la discusión) o la naturalidad con la que sostiene algunos monólogos los que hacen de ella una actriz magistral. Esa naturalidad es un regalo de los Dioses. ¿Química? Toda la que quieran y más. Una de las parejas más perfectas que puede ofrecernos hoy en día el cine.
El vestuario, la gama cromática (maravillosa la continua mezcla del azul, rojo y amarillo), la fotografía (inolvidable esos planos teñidos a violeta o los planos en sombra) o los encadenados hacen que viajemos a esos musicales tan clásicos. Damien demuestra un sentido del espectáculo y del gusto envidiable desde el primer hasta el último momento.
¿La música? ¡¡¡Ay la música!!! Bastan apenas cuatro o cinco golpes de las teclas de un piano para entrar en una atmósfera nostálgica y melancólica de la que no es posible escapar. La música de Justin Hurwitz es primorosa, contiene una finura casi indescriptible y encoge el alma y humedece las cuencas de los ojos al escucharla.
Y nos quedan los sueños. Los Angeles (LA), la tierra de los sueños, a veces cumplidos y otras veces (demasiadas) sepultados. Porque La La Land es un brindis a la locura, un canto a pelear por lo que uno ama, por esa profesión de artista (a ritmo de Jazz) tan ingrata e injusta. La misma que te lleva pagar las facturas haciendo lo que siempre juraste que no harías (es cuando me acuerdo de la humildad que tanto reclamaba Minnelli) y que te humilla cuando menos te lo esperas. Esa que pocas veces sonríe y que cuando lo hace, te lleva por un camino en el que tienes que dejar cosas atrás. Porque aunque nunca lo pensemos, el éxito también duele.
Tengo fe en que siga habiendo películas como esta, que paremos un poco de mirar hacia adelante y miremos más hacia detrás. Que haya más gente que vuelva a ese camino de baldosas amarillas de la imaginación que Judy Garland y su querida Dorothy construyeron.