El titular de la noticia podría ser: "Un hombre secuestra a su hija de seis años en plena disputa por la custodia con su exmujer". A partir de ahí, correrían ríos de tinta llenos de lugares comunes para tratar de explicar la situación: unos argumentarían que las madres siempre tienen ventaja en estos trámites, otros concluirían que ese hombre estaba loco. Sin embargo, ¿cuál es la historia que hay detrás, la , verdadera historia o, al menos, la verdad de su protagonista? La escritora estadounidense Las buenas intenciones (2013; Salamandra, 2015), que indaga en sus razones para llegar a ese extremo y es, por encima de todo, una exploración de la identidad y de los límites que se pueden sobrepasar en momentos de desesperación. Se inspira, aunque sin intención de reproducirlo con exactitud, en el caso de Christian Gerhartsreiter, un alemán que emigró a Estados Unidos en su adolescencia y, una vez allí, adoptó otro apellido para hacerse pasar por americano. Amity Gaige (1972) se pone en el lugar de este padre en su tercera novela
comienza con la acción concluida: Eric Schroder está en la cárcel tras fugarse con su hija, Meadow, y su abogado le recomienda que escriba a su ex, Laura, para contarle por qué hizo lo que hizo ("Porque lo peor de todo es no saber, ¿no cree? No saber es lo que nos tortura", pág. 262). Eric construye un relato en primera persona que es al mismo tiempo una carta de amor a Laura ("Si estuviéramos solos tú y yo otra vez, sentados por la noche a la mesa de la cocina, con toda probabilidad llamaría a este documento sencillamente una disculpa", pág. 12) y una
Las buenas intenciones introspección de alta tensión narrativa, puesto que el hecho de conocer de antemano el desenlace no resta emoción, sino que la aumenta gracias al intenso pulso de la autora, que menciona como influencia Pálido fuego, de Nabokov, por su carácter confesional. Para hablar del "secuestro" -en realidad, un viaje improvisado a los lagos de Vermont para el que no pidió autorización a la madre-, Eric necesita hablar de sí mismo, de la persona que es, de sus orígenes. Porque, en efecto, en eso también mintió.Se podría decir que la novela se compone de dos bloques temáticos, condensados en la figura de Eric: por un lado, él como marido y padre; y por el otro, como impostor. Con respecto a lo primero, Gaige incide en la separación entre el rol de marido y el de padre: Eric, pese a todos sus errores, es un buen padre y se preocupa por Meadow; no obstante, se entiende por qué el matrimonio dejó de funcionar. Eric escribe como un hombre enamorado, nostálgico de los mejores años de la pareja, pero, aun sin conocer el punto de vista explícito de Laura, se puede entrever por qué ella quiso separarse. Este juego, el de tratar de comprender una relación a partir de la perspectiva de uno de ellos, resulta muy sugestivo, sobre todo por la actitud controvertida de Eric ("las grandes fuerzas en conflicto de nuestra existencia no son la vida y la muerte [...], sino más bien el amor y el tiempo. En la mayoría de los casos, el amor no sobrevive al paso del tiempo. Pero a veces sí. A veces tiene que sobrevivir", pág. 24).
La evolución de su relación, además, permite constatar cómo se intercambiaron con el paso de los años: durante una época, él fue el papá amo de casa mientras ella trabajaba fuera. Gaige desmitifica algunos tópicos sobre la maternidad y, si bien ella misma reconoce que se identifica con Laura, pone a ambos a la misma altura como padres imperfectos; el tener que aceptar que los progenitores no siempre actúan como el hijo querría es otro de los temas de la novela ("¿Qué ángel te preguntó a ti: "Perdona, ¿quieres nacer ahora? ¿Quieres nacer de estos padres o de estos otros?"? ¿Cuándo diste tu consentimiento a tu propia vida?", pág. 95). Luego vino todo lo demás: la disputa por la custodia, los trámites de divorcio, el contacto mediante abogados, el cuestionamiento de lo que es bueno para la niña. Tanto Laura como Eric se ponen las cosas más difíciles de lo que son por no atreverse a ceder un poco y, con ello, se plantea una visión bastante crítica del proceso de separación ("Lo que más a menudo veo en esas batallas por la custodia es gente que piensa demasiado. Personas que podrían reconciliar sus diferencias con facilidad si no tuvieran tantas ideas en la cabeza. Personas que prefieren tener razón a ser felices", pág. 58).
Por otro lado, Eric carga con una dura historia a sus espaldas: llegó a Estados Unidos huyendo, junto a su padre, de la Alemania Oriental. El narrador no justifica sus errores por el dolor del pasado, pero su vida ha estado marcada por
el abandono (del hogar, de la familia, de sí mismo), y de algún modo ese impulso sigue presente en él cuando se escapa con Meadow. Además, Eric dejó su tierra cuando era un niño y, a su llegada a la gran potencia, sufrió el acoso de los vecinos, experiencia que lo empujó, ya en su adolescencia, a crearse una nueva identidad: Eric Kennedy. Este cambio va más allá del nombre: quiso convertirse en americano, encarnar el rol del triunfador espontáneo y sociable para que nadie detectara sus fisuras. Esta percepción de la identidad estadounidense no está exenta de crítica, porque su ex -católica, seria y prudente- encaja menos en ella pese a serlo de verdad.El libro está organizado con una estructura compleja, que alterna la narración de los seis días que Eric pasó junto a Meadow con referencias a su pasado y diversas reflexiones, como su investigación del silencio. La autora establece un paralelismo entre las ocultaciones de Eric y las ideas de este sobre los instantes de silencio, de pausa. A su vez, pone en práctica el silencio con las elisiones de la historia ("Hay silencios diminutos por toda esta página. Entre párrafos. Entre estas mismas palabras. [...] A veces todavía deseo que no hubiera ningún silencio. De modo que éste te lo ofrezco con cierta reticencia", pág. 167). Se nota que Gaige es una buena escritora de relatos y artículos por su capacidad para redactar capítulos cortos con entidad propia dentro del conjunto. Todas las piezas breves indagan en la poderosa personalidad de Eric Schroder, que se erige como un protagonista fascinante y, tal como señala Jonathan Franzen, en alguien que nos seduce a pesar de que por sus actos no debería despertar nuestra simpatía. La escritura de Gaige, elegante, sutil y poética, recuerda a Nicole Krauss, otra autora de su generación que también domina a la perfección la voz introspectiva y la concepción de una historia con múltiples capas.
En definitiva, Las buenas intenciones nos muestra cómo la construcción de la identidad no solo depende del nacimiento, sino de las decisiones, arriesgadas o sencillas, que uno toma a lo largo del tiempo, aunque el origen permanezca inalterable. El atormentado Schroder, que durante décadas se ha camuflado bajo la capa del encantador Kennedy, guarda silencio en la cárcel para explicarse por escrito y, de este modo, recupera su identidad original. Eric y su pasado, Eric y su matrimonio, Eric y su hija, Eric y su investigación sobre el silencio. Este hombre hecho a sí mismo brilla en todas sus facetas gracias a la creatividad y la sutileza de la escritura de la autora, de alto nivel literario. Sería una lástima que la novela solo se percibiera como una historia sobre la paternidad, porque habla de mucho más, de todo lo que se hace o se deja de hacer para llegar a ser quienes somos, y eso, sobra decirlo, nos atañe a todos.