Revista Coaching
A finales de la semana pasada recibía un mensaje de un amigo de Barcelona que me pedía que rezara porque su hija mayor, de 22 años, fruto de una complicación en una operación de corazón, que debería haber sido normal, se encontraba en coma al borde de la muerte. A principios de esta semana me escribía para confirmarme que se había ido al Cielo.
La entereza y esperanza con la que mi amigo afrontó la muerte de su hija pone los pelos de punta y es digna de elogio. Es uno de estos aldabonazos que te da presenta la vida quizá para que evitemos pensar que todo lo malo nos ocurre a nosotros y para que pongamos en valor las cosas que tenemos y a las que desgraciadamente nos hemos acostumbrado.
Cuentan que en cierta ocasión una madre acudió a Buda llevando en sus brazos a un niño muerto. Era viuda y ese niño era su único hijo. El centro de su vida. Rota de dolor y entre grandes llantos le pidió que lo resucitara.
Buda pensó que ya que no podía resucitar al niño, podía al menos mitigar el dolor de aquella madre ayudándole a entender su situación. Así que le dijo que para curar a su hijo necesitaba unas semillas de mostaza especiales, que se crecían en los jardines de aquellas casas en las que en los últimos tres años no hubieran pasado ningún dolor, sufrimiento o muerte de un familiar.
La mujer vio crecida su esperanza y corrió a la ciudad buscando de casa en casa esas milagrosas semillas. Llamó a muchas puertas. a miles. En la que no había muerto un padre o un hermano, alguien se había vuelto loco, había un viejo paralítico o un muchacho enfermo. Dos días después la mujer llegó ante Buda con las manos vacías, pero con paz en su corazón. Había descubierto que el dolor es algo que compartimos todos los humanos.
Y es que todos, de una manera u otra nos sentimos atravesados por el dolor. Hay que comprender que no es posible vivir sin él y por tanto debemos tratar de ser felices a pesar de su presencia. No podemos caer en la desesperanza, en no encontrar sentido a lo que sucede en nuestras vidas. Muchas veces el dolor propio no es más que una advertencia para reparar en el dolor de los demás, para manifestarles nuestro cariño y cercanía y así hacer más humano este mundo que nos ha tocado vivir.