La tristeza, la ira, el miedo, el enojo… ¿quién nos enseña en el aula a distinguir tales verdades?
a oratoria de Sócrates servía de melodía a la paz que reinaba en los claustros de Salamanca. Todos los días al finalizar sus clases, el catedrático de filosofía, se reunía con su discípula para hablar, largo y tendido, del sentido de la vida. Las cebras del suelo, reproducían las mismas luces y sombras que sustentaban las columnas de Nebrija. El diálogo de los tuertos, como así le gustaba a Alejandra, titular el encuentro con las canas de su maestro. Le servía de terapia – a la hija del banquero -, para olvidar las pesadillas ocultas, entre los barrotes de su celda. Desde el asesinato de Dios, por los cuchillos de Nietzsche; hasta los gemidos de Teresa, por sus experiencias metafísicas. Todos los discursos tenían cabida en el baile de palabras entre el clásico y la moderna.
Al atardecer – exclamaba Alejandra, mientras abría la última de Reverte – siento como las cebras del claustro, pierden el blanco y negro que las viste cada día. Todo se evapora en el tiempo que nos toca. ¡Hasta las sombras pierden su forma al caer el sol de la mañana! ¿De qué sirve discutir de lenguas y dialectos, si no somos capaces de morir como personas? La educación – respondió Sócrates – es el lubricante que mantiene la calma en la selva de los tuyos. A través de la inculturación, construimos los muros del carácter para domesticar, con acierto, la llama que nos mantiene. Sin educación, el ser que llora en la cuna, nunca llegaría a ser persona. Por ello, querida moderna, no tiene sentido que los señores de Moncloa, se empeñen en educar en valores, y se olviden en enseñar, las vocales de las emociones.
La tristeza, la ira, el miedo, el enojo… ¿quién nos enseña en el aula a distinguir tales verdades? Nadie. Los fundamentos biológicos de la conducta, son necesarios para domesticar al dóberman que nos ladra. Pero, sin embargo, el analfabetismo emocional de nuestros días, nos impide oír los ladridos en los preámbulos del enfado. Tenemos que gritar, ¡clamar con pancartas si hace falta!, una educación emocional para evitar la lluvia de locuras que acontecen cada día. Los suicidios, los malos tratos, los arrebatos… son la manifestación de un can mal domesticado. ¿Dónde está la razón para educar a la emoción? En la escuela debería – dijo Sócrates – pero la Educación a la Ciudadanía y el debate catalanista, pesan más para Wert que todas las emociones juntas.
Los maullidos de la noche espantaban a las cebras de los suelos agrietados. A las nueve de los martes, el encuentro filosófico entre la musa y su poeta, moría en el mar como los ríos de Manrique, a su paso por la vida. El regreso al mundanal ruido era como un sueño roto por el ruiseñor de la mañana. Las aguas de Heráclito, a las que tanto aludía el profe de filosofía, erosionaban las rocas de los acantilados rurales. Aquella tarde, cuando las sombras del suelo marcaban el preámbulo de la despedida, los apuntes de Alejandra se volaron de un plumazo entre columnas de Salamanca. Las ráfagas de viento envolvían la ética kantiana y el método de Descartes, en un huracán de contrastes entre recuerdos y olvidos. Los pájaros de papel volaban sobre los oídos de las letras marchitadas, mientras la moderna miraba a de reojo al clásico de sus oídos. En la vida, querida discípula: ¡ mientras unos ven pasar las cebras blancas y negras; otros, las ven trotar negras y blancas! El silencio de los gatos, mantuvo la noche negra hasta el canto de la mañana. Luna llena.
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