La tierra es violentamente retirada a paladas. El sol está en lo más alto y el hombre que maneja la pala se limpia el sudor de la frente con el dorso de la mano. La camisa de lino blanco empapada se le pega al cuerpo. El largo pelo plateado que delata su avanzada edad, le cae sobre la cara. Las manos curtidas agarran la pala como si este fuera el objeto más preciado del mundo, sintiendo la madera a lo largo del mango. Está donde quiere estar, en medio de ninguna parte. Varios pasos más allá, sobre el capó del coche, hay un mapa desplegado con multitud de tachones, cruces y correcciones.
Otro vehículo aparece por el horizonte, licuándose por efecto del inclemente sol que no da tregua. El hombre hace caso omiso y sigue cavando. Una culebra se desliza entre los matorrales. El vehículo sale de la carretera en un punto cercano y levantando una enorme polvareda frena junto al coche que ya se encontraba aparcado.
Unas botas pisan la seca tierra al bajar del vehículo. El sonido al cerrarse la puerta del conductor.
—Eh. Eh. Papá. Qué coño haces —dice el hombre que acaba de bajarse del coche. Ronda los sesenta años pero de no ser por la barba descuidada, nadie diría que tiene más de cincuenta.
El hombre le ignora y sigue cavando.
—¡Pensé que habías desistido de una vez! —replica el hombre.
El viejo resopla y sigue cavando.
—¡Papá! ¡Escúchame, joder!
Ninguna respuesta.
Un ave rapaz vuela en círculos sobre ellos.
—¿Porqué sigues haciendo esto?
El hombre apoya el pie en la pala para hacer fuerza y hundirla en la tierra pero no completa el movimiento. De pronto se detiene y se gira para observar el rostro del extraño que le llama papá. Sus rasgos le son lejanamente familiares. Le mira confundido unos instantes antes de reconocerle.
—Sabes lo que estoy haciendo. Lo sabes de sobra.
—Papá, mamá desapareció hace cincuenta años. Es inútil que hagas esto, has malgastado tu vida con esta búsqueda infructuosa.
—Tú eras sólo un niño y no la recuerdas. No sabes lo extraordinaria que era. Y no desapareció. Se la llevaron. Si la hubieras conocido, sabrías que cada instante gastado en buscar su cadáver merece la pena.
—De qué hablas papá. De qué hablas. Estás desvariando. Mírate. Apenas puedes con la pala.
—Hablo de amor, hijo. Hablo de amor.
El anciano tiró la pala al suelo y torpemente se recogió el pelo en una coleta. Después empezó a desabrocharse los botones de la camisa de lino. A medida que lo hacía, el hijo iba abriendo la boca con estupor. El hombre terminó de quitarse la camisa y la dejó caer al suelo, mostrando un torso completamente desfigurado.
—Se la llevaron porque yo no fui tan fuerte como ella. La delaté.
Ambos hombres guardaban silencio, inmóviles. Permaneciendo estoicos al inclemente sol. El viejo tragó saliva y continuó.
—No me iré de este mundo sin encontrarla. Lucho cada día por ese motivo y por intentar ser como ella. Por eso para mí todas estas cicatrices no son las causantes de mi debilidad y de que ella muriese. Ya te he dicho que desde aquella noche intento ser como ella y esta es la prueba. Estas son las cicatrices de intentarlo.
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