Es, sin duda, el asesino en serie más famoso de la historia. Sobre el que más ríos de tinta han corrido. El que más ha perdurado en la cultura popular. Su nombre es desconocido, así como su identidad, algo que, probablemente, haya contribuido a alimentar el mito. A los mitos les vienen bien los sobrenombres; poco importaría, pues, que de repente pudiéramos ponerle nombre real y apellido a ese asesino. Para todos fue, ha sido, es y será Jack el Destripador.
¿Quién recuerda sus nombres, en cambio? Lo triste es que ellas, las víctimas, sí lo tienen. Lo triste es que ellas sí tenían una identidad. Pero, más de dos siglos después, sus nombres han sido olvidados y sus identidades nunca han sido contempladas con justicia y objetividad. Se olvida lo que no importa, lo prescindible. Y Mary Ann (Polly) Nichols, Annie Chapman, Elizabeth Stride, Catherine Eddowes y Mary Jane Kelly no importaban demasiado cuando estaban vivas, ya no digamos después de su muerte.
Las cinco mujeres carecían, pues, de importancia, de igual manera que se ignoraba al resto de miles de personas que, incapaces de reunir el dinero necesario para pagar un techo bajo el que cobijarse y un colchón sobre el que acostarse, dormían al raso en el Londres victoriano. Una multitud invisible: invisible para los que vivían al otro lado de la ciudad; invisible para los que cuentan la historia; invisible para los que escribían en los periódicos; invisibles para los que investigaron los crímenes de Polly, Annie, Elizabeth, Kate y Mary Jane.
"La vida del vagabundo era una vida de hambre, agotamiento e incomodidad: tenían frío, se empapaban bajo la lluvia, les comían las picaduras, les dolían los pies tras andar kilómetros con zapatos de suelas agujereadas, por no hablar de los tormentos psicológicos que soportaban. Se vivía al día, hora a hora, en busca de una oportunidad para ganar o mendigar unas monedas. Si podían asegurarse un día, o incluso unas horas de trabajo descargando mercancías, llevando un cartel de anuncio o vigilando a los niños de las trabajadoras de los talleres textiles, podían ganar el dinero suficiente para pagarse una noche en una pensión barata. Esto, naturalmente, si las ganancias no se gastaban en bebida para olvidar la desesperación. A mediados del siglo XIX se calculaba que "setenta mil personas en Londres [...] se levantan cada mañana sin la menor idea de dónde reposarán la cabeza por la noche". Esos vagabundos pasaran la noche en el patio de un asilo, en una pensión o bajo las estrellas, eran lo que hoy reconoceríamos como la población sin techo de Londres".
Nadie, por aquel entonces, pareció relacionar esa cualidad de sin techo con los atroces crímenes. Nadie parece hacerlo ahora. O tal vez sí se hizo, pues, a ojos de la clase media del mundo victoriano una mujer pobre, sola, que vive en determinadas zonas y que vaga por las calles en horas oscuras no podía sino ser una prostituta. Pero esa relación no era la correcta.
Así, pues, Polly, Annie, Elizabeth, Kate y Mary Jane, de los que pocos podrían recordar sus nombres, sí tuvieron su propio sobrenombre, empatando en esto con su asesino y ayudando a alimentar su mito. Todos dieron y todos seguimos dando por hecho que eran prostitutas. Pero, tristemente, ni siquiera ello las iguala a él en la memoria popular. Él sigue siendo Jack el Destripador, el asesino de prostitutas, y ellas siguen sin ser, pues, al fin y al cabo, ¿qué importa una, dos, tres, cuatro, cinco o las que sean prostitutas menos en el mundo?
La triste realidad es que, de estas cinco mujeres, solo hay constancia de que dos de ellas hayan sido prostitutas. De hecho, en la época en que murieron, solo puede asegurarse que una de ellas continuara ejerciendo la prostitución. De las otras tres, ni siquiera hay indicios de que se hubieran dedicado a la profesión más antigua del mundo aunque fuera de manera ocasional.
Los investigadores y periodistas de la época, sin embargo, se dejaron llevar por sus prejuicios al respecto y obviaron que las víctimas no estaban vagando por la noche cuando las mataron. No estaban yendo a la búsqueda de clientes. Si hubieran sido más rigurosos con sus pesquisas, más curiosos por ir más allá de la primera impresión, se hubieran percatado de que las víctimas estaban en posición estática cuando el asesino las sorprendió, de que estaban acostadas cuando fueron brutalmente agredidas. Eran mujeres durmiendo en la calle. Eran mujeres solas y desprotegidas. Eran víctimas propicias. En realidad lo fueron siempre.
"Las cartas estaban en contra de Polly, de Annie, de Elizabeth, de Kate y de Mary Jane desde el día que nacieron. Empezaron sus vidas de manera deficitaria. No solo la mayoría había nacido en familias de clase trabajadora, sino que habían nacido mujeres. Antes incluso de que hubieran pronunciado sus primeras palabras, se las consideraba menos importantes que sus hermanos y eran más una carga para el mundo que sus contrapuntos femeninos con más dinero. Nunca tendrían los ingresos de un hombre; por tanto, su educación era menos importante. Cualquier trabajo que consiguieran estaba destinado a contribuir al sustento de su familia; no era para que se realizaran o para alcanzar algún tipo de satisfacción personal. El billete dorado para las chicas de clase trabajadora era una vida en el servicio doméstico, en el que era posible, tras años de romperse la espalda trabajando, subir de categoría y llegar a ser cocinera, ama de llaves o doncella personal. No había trabajos de escritorio para chicas pobres como Kate Eddowes o Polly Nichols, que estaban alfabetizadas, sino tareas que suponían doce horas cosiendo pantalones en un taller clandestino o pegando cajas de cerillas por un salario que apenas les permitía pagar una cama y el sustento. El trabajo de las mujeres pobres era barato porque las mujeres pobres eran prescindibles y porque la sociedad no pensaba que tenían que ganarse el pan. Por desgracia, muchas de ellas debían hacerlo. Si un marido, padre o pareja se marchaba o moría, a una mujer de clase trabajadora con personas dependientes le resultaba casi imposible sobrevivir. La sociedad estaba diseñada para asegurarse de que una mujer sin un hombre fuera un elemento superfluo".
Polly, Annie, Elizabeth, Kate y Mary Jane eran elementos superfluos de una sociedad injusta y desigual. La historia de cada una de ellas es única pero, a la vez, todas tiene elementos comunes. La historiadora Hallie Rubenhold biografía a las cinco víctimas canónicas del famoso asesino en serie y, con ello, no solo dignifica la vida de esas cinco mujeres sino que levanta un soberbio retrato de lo que era vivir en el East End londinense en la segunda mitad del siglo XIX, de lo que era, en el mundo victoriano, ser pobre en general y ser mujer pobre en particular. Su labor es ingente, rigurosa y profesional, y su resultado me ha resultado apasionante por ampliar mi mirada sobre lo que ya sabía y por iluminare, e incluso sorprenderme, sobre lo que desconocía.
El mundo en el que vivían las cinco mujeres de Hallie Rubenhold era un mundo en el que la situación económica cambiaba de un día a otro dependiendo de los adultos de una unidad familiar que trajeran dinero a casa y de las bocas a alimentar, es decir, de los hijos que llegaran, los que alcanzaran a tener edad para trabajar y los que dejaran la familia para formar una propia. Las familias solían vivir hacinadas. En un mismo espacio se cocinaba, convalecía un enfermo y otro miembro de la familia se desvestía y vestía. Los sueños de los hijos eran acunados con los gemidos sexuales de sus padres. Esa falta de intimidad favorecía la precocidad sexual. Por lo mismo, aunque la castidad femenina era valorada, en ese estrato social existía mucha más laxitud al respecto, mientras que, "para algunas familias de clase media, el deseo sexual femenino expresado fuera del matrimonio se consideraba una prueba de inestabilidad mental y tenían que tratarlo médicos especializados". Igualmente bastaba con que una pareja afirmara ser marido y mujer para que se les considera como un matrimonio. Las separaciones estaban a la orden del día aunque la peor parte la llevaba siempre la mujer. Sin un hombre a su lado estaba condenada a la mendicidad, a buscar cobijo en un asilo o a la prostitución. La situación para las mujeres cuyos maridos habían fallecido no era mucho más halagüeña. "A mediados del siglo XIX, la ley no permitía que las viudas cobrasen la pensión de sus maridos fallecidos".
La tuberculosis podía colarse en una casa y hacer estragos. En época de penurias las madres sacrificaban sus comidas para que no faltase el pan ni a su marido ni a sus hijos. La malnutrición de las mujeres provocaba abortos, niños muertos al nacer o que no superaban el primer año de vida. Las embarazadas en muchos casos no tenían más opción que ocuparse del pesado trabajo doméstico hasta que el parto era inminente y, si no contaban con ayuda, no les quedaba más remedio que reincorporarse al mismo inmediatamente después. Aunque existían ya ciertas medidas anticonceptivas, no eran accesibles para las clases menos favorecidas. Con un alto índice de analfabetismo, dicha información les estaba vedada. Probablemente, tampoco hubieran tenido recursos económicos para poder disponer de ellas. Por último, a las mujeres, las depositarias de tales responsabilidades, les pesaría el sagrado deber que les había sido encomendado. El destino de una mujer era formar una familia. Fracasar como esposa o madre era incumplir dicho cometido, lo cual solía ser fuente de culpabilidad y de baja autoestima.
El tráfico de mujeres ya existía en aquella época. Se trataba de mujeres que eran "secuestradas tras aceptar un puesto en el servicio en el extranjero o una proposición falsa de matrimonio. A menudo se las sometía con alcohol o drogas, se les daba documentos falsos y se las metía en trenes". También fue por aquellos años cuando comenzó a regularse la prostitución. El objetivo de dicha regulación era ponerle coto a la sífilis, de cuya transmisión se culpaba a las mujeres que comerciaban con sexo. En Gotemburgo, Suecia, de donde era originaria Elizabeth Stride, sobre la cual no hay auténtica seguridad de que fuera realmente víctima de Jack el Destripador, al registro en donde inscribían a esas mujeres se le llamaba "registro de la vergüenza".
En un mundo tan cambiante en el que la vida variaba radicalmente en función de si una familia tenía muchos miembros o si se perdían repentinamente miembros de esta, de si una mujer tenía las agallas de separarse del marido o de si era el marido quien la abandonaba, de que una muchacha, consintiendo o sin consentir, se quedara embarazada sin un marido a su lado, no es de extrañar terminar viviendo al día con el único propósito de conseguir las suficientes monedas para poder pagarse una habitación o una cama y no tener así que dormir a la intemperie. Es destacable como muchas veces eran los propios mendigos los que se ayudaban entre sí para conseguir ese dinero, siendo los mendigos 'mejor posicionados' los que apoyaban a los más vulnerables. Asimismo es muy significativo el hecho de que Mary Jane, la única de las cinco víctimas que no dormía en la calle cuando fue asesinada, acostumbrara a cobijar a prostitutas en su cuarto para que no tuvieran que exponerse en la noche al asesino que andaba suelto.
Rubenhold retrata a estas cinco mujeres con sus luces y sus sombras. No las idealiza. Hace de ellas personas reales de su condición social y su época. Por ello mismo, no obvia que muchas veces se gastaron el dinero necesario para una habitación en alcohol, así como que ese mismo alcohol fue factor importante para que esas mujeres terminaran sus días en el poco recomendable barrio de Whitechapel.
Y es que el alcohol gozaba de omnipresencia en aquellos años. En eso (y en otras cosas) no hemos cambiado tanto. En muchos casos las soluciones etílicas se utilizaban para paliar lo que hoy sustituiríamos con medicamentos comunes. "Cualquier hogar de clase media, más allá de los que habían adoptado la abstinencia, tenían coñac, jerez, vino dulce o algún tipo de licor a mano para tomárselo como "tónico" para cualquier cosa, desde un dolor de cabeza a un catarro, fiebre, dolor de muelas, o para frotarlo en las encías de los niños a los que les salían los dientes. Los licores y la medicina eran casi intercambiables: un coñac caliente con agua se tomaba para ayudar a dormir, para ahuyentar un escalofrío y disipar el malestar". Para la clase trabajadora, en cambio, el alcohol era sinónimo de ocio y elemento socializador. "En el último cuarto del siglo, la aparición de "bares para señoras" significó que estar un poco "piripi" en público podía ser también algo respetable" incluso para una fémina. Curiosamente, el alcohol ser servía solo en los pubs. Las cafeterías eran espacios abstemios, si es que tal calificativo puede aplicarse a un lugar.
En la década de 1870 se identificó el concepto de adicción y con ello comenzó a rebajarse la condescendencia con la que se veía a las personas que abusaban de las bebidas alcohólicas. Lo que antes era considerado un problema solamente si afectaba a la capacidad de trabajar comenzó entonces a asociarse con la debilidad moral, el mal juicio y las clases obreras. Surge también por aquel entonces, en concreto en 1879, el Acta de Embriaguez Habitual, ley por la que se cambia el ingreso en prisión como castigo para los bebedores habituales por el tratamiento en residencias o sanatorios con fines rehabilitadores.
El alcoholismo era, pues, un auténtico problema social y nuestras mujeres no fueron, en mayor o menor medida, ajenas a ese problema. Me ha impactado sobremanera la historia al respecto de Annie Chapman. Supongo que ello ha sido así porque es la única de la que ha quedado auténtica constancia de su lucha y su fracaso ante el demonio de la adicción. En una carta a su hermana Miriam "Annie le dijo, en palabras que dejan entrever su sufrimiento por ser una alcohólica crónica, que "no servía de nada, nadie conoce la temible lucha [...] a menos que pueda mantenerlo fuera de mi vista y olfato, nunca podré ser libre"".
No tenemos constancia de cómo surgió o se construyó en estas mujeres el hábito de beber. Es probable que fuera para ellas una manera de evadirse, pues "la bebida también ofrecía una buena vía de escape para una existencia miserable. Adormecía el miedo a embarazos no deseados y enfermedades, una posibilidad muy real en cada encuentro con penetración. Borraba los horrores de la intimidad con un hombre que era físicamente repelente, y silenciaba, aunque fuera por un momento, sentimientos de autodesprecio, culpa, dolor y recuerdos traumáticos de violencia", tal y como nos cuenta Rubenhold sobre Mary Jane Kelly, prostituta profesional. En la misma sintonía "Frederick Merrick, el capellán de la cárcel de Millbank, observó que la mayoría de las internas "odiaban" vender sexo en las calles y que "su repugnancia solo podía sofocarse cuando estaban más o menos bajo la influencia de bebidas alcohólicas"". Es curioso como las mismas mujeres que eran expertas en evitar la embriaguez mientras sus clientes beben y beben se abrazan a ella para olvidar a esos mismos clientes.
Pero, ¿y las que no tenían clientes que olvidar? ¿Bebían para olvidar el pasado y el presente o para olvidar la falta de futuro? La falta de expectativas puede ser algo muy amargo y no sería de extrañar que hubiera quien sufriera la tentación de aliñarla con alcohol.
"El horario de Kate habría sido el mismo: levantarse al amanecer o en plena oscuridad y volver a casa para cenar y luego dormir en una cama compartida con Mary, en una habitación dividida por una cortina al otro lado de la cual roncaba John o dormían sus tíos. No importaba adónde huyese (a Wolverhampton, o a Birmingham; a la casa de un púgil o a la de un hojalatero), la rutina sería la misma hasta que se casase. Entonces tendría la vida de su madre: el dolor de los partos, el cansancio de la crianza, la preocupación, el hambre y el agotamiento. Finalmente, llegarían la enfermedad y la muerte".
Ni Kate, ni Polly, ni Annie, ni Elizabeth, ni Mary Jane parecían tener, por tanto, derecho a una vida mejor que la sobre estas líneas relatada. No faltó quien pensara que ni siquiera a la vida tenían derecho.
"El horror y la excitación causados por el asesinato de las cuatro marginadas de Whitechapel implican una creencia universal de que tenían derecho a la vida...", escribe poco después de la muerte de Annie Chapman en una carta a The Times el funcionario Edward Fairfield. continua, "tenían además el derecho a refugiarse del mordisco del frío de la noche inglesa. Si no tuviesen ese derecho, entonces fue, en general, una buena cosa que conocieran a ese desconocido genio quirúrgico. Él, en cualquier caso, ha hecho su contribución para resolver "el problema de limpiar el East End de sus viciosos habitantes"".
Tales manifestaciones producen rechazo e indignación bajo el prisma actual. Sin embargo, por mucho que las despreciemos, no estamos tan en las antípodas de ellas. Bajo cualquier crimen cometido contra una mujer y el posterior cuestionamiento de la víctima acerca de su vestimenta, de si había bebido o consumido drogas, de si había coqueteado o era promiscua, de si volvía sola a casa por la noche "subyace la idea de que hay un estándar aceptable de conducta femenina y que hay que castigar a las que se desvían de él. Igualmente, contribuye a reafirmar el doble estándar, exonerando a los hombres de los delitos cometidos contra tales mujeres".
Al final, que Polly, Annie, Elizabeth, Kate y Mary Jane fuesen o no prostitutas es lo menos importante. Su valor no sería menor si lo hubieran sido. Lo que de verdad debería importar es que fueron etiquetadas como tales sin más consideraciones. Fueron vistas solo como prostitutas. Y Polly, Annie, Elizabeth, Kate y Mary Jane "nunca fueron "solo prostitutas"; fueron hijas, esposas, madres, hermanas y amantes. Fueron mujeres. Fueron seres humanos. Eso, sin duda, debería ser suficiente". Para mí lo es y para Hallie Rubenhold también.
