Revista Arquitectura

Las ciudades imposibles

Por Arquitectamos
El otro día algunos amigos (arquitectos, naturalmente) han hecho en twitter una (enésima) evocación/recomendación del famoso libro Las ciudades invisibles, de Italo Calvino, y la espinita que llevo clavada desde hace treinta y tantos años ha vuelto a punzarme: Yo, que me terminaba todos los libros por arduos que fueran y que fui capaz de leer todo lo que cayera en mis manos, no terminé Las ciudades invisibles.
Subo al altillo a buscar el libro y lo encuentro a la primera. (Y eso que ha sufrido dos mudanzas en estas tres décadas). Chapeau por mi desorden ordenado. Es este:
Las ciudades imposibles
Edición de Minotauro, Barcelona, mayo de 1983. Traducido por Aurora Bernárdez. En la guarda escribí "Septiembre 1983" y mi nombre. Suelo poner dónde compré cada libro, o quién me lo regaló, pero aquí no dice nada. Bueno, la fecha, que no es poco. Tenía veintitrés años y estaba en quinto curso de arquitectura. Sí: recuerdo con una media sonrisa que este era un libro obligado más o menos a esa altura de carrera.
Lo abro y veo, incrédulo, que la señal -un billete de metro del día seis de septiembre de 1983- está en la página 169, a solo siete del final. ¿Cómo pude dejar la lectura ahí, a diez minutos de terminar el libro?
Las ciudades imposibles
La señal marca el comienzo del capítulo "Las ciudades ocultas. 4" (dos páginas). Luego viene "Las ciudades ocultas. 5" (tres páginas. Bueno, dos páginas y cinco líneas); y por último un colofón (dos páginas. Bueno, una y media).
Veo que el reverso del billete tiene algo escrito y no reconozco mi letra. Me recuerda más a la de mi hermano. Pero no: Es la mía. Era la mía a los veintitrés años.
Las ciudades imposibles
Pone:
1.- Árbol para esperar a Godot y, si llega el caso, suicidarse.
2.- Paseo caleidoscópico.
Lo leo y me doy mucha vergüenza retrospectiva. Y también mucha ternura. (Pero sobre todo vergüenza. Ay, qué estupendito era yo entonces). ¿Qué querría decir? No tengo la menor idea. Alguna buena ocurrencia para un proyecto o para un cuento. ¿Quién sabe? Yo era muy sesudo en mis proyectos. Y escribía cuentos. Era todo muy yatúsabeh. En fin.
Leo las siete páginas que me faltaban y termino así una tarea que quedó interrumpida y pendiente hace treinta y cuatro años y medio. Me quito la espina. Ya era hora. Misión cumplida. Al fin terminé el libro.
¿Y?
En septiembre de 1983 mi padre cumplió cincuenta y dos años, y mi madre cincuenta y tres. Yo voy a cumplir cincuenta y ocho dentro de dos meses. Soy algo mayor que ellos. Mis hijos tienen ahora veinticinco y veintiún años, y yo tenía entonces veintitrés. O sea, que estaba entre los dos.
En estos treinta y cuatro años y medio que he tardado en leer Las ciudades invisibles se ha corrido una generación: Yo he pasado a ser mis padres y mis hijos han pasado a ser yo.
En esos treinta y cuatro años y medio yo, estudiante bastante bueno, promesa de arquitecto interesante en ciernes, joven sesudo e inteligente con muchos pajaritos en la cabeza, he pasado a arquitecto provinciano bastante gris, burgués más bien acomodado y hombre ya sin futuro.
Me gustaría ver al joven estupendo que leía ese libro y escribía esas cosas en el reverso de un billete de metro y darle una bofetada por idiota e iluso. Pero ese joven, con toda la razón y todo el derecho, le daría una paliza a este gordo casi sesentón por haber traicionado todos sus ideales, por haber arruinado su futuro, por haberle quitado sus ilusiones.
Y, sin embargo, si volviera a vivir mi vida y se me presentaran las mismas circunstancias volvería a hacer lo mismo. Porque hice lo que pude y aproveché las oportunidades que se me presentaron, y porque una vez lanzado a la selva resultó que no tenía ninguno de los talentos que había creído tener, y porque toda vida es siempre una derrota y toda victoria es siempre parcial e incompleta, y provisional en medio del desastre global y definitivo de la vejez y del fracaso.
He tardado en leer el libro lo que he tardado en terminar la carrera, empezar a trabajar, casarme, ser profesor en la escuela, dejar de serlo, hacerme doctor, tener hijos, seguir trabajando, meter la pata tantas veces, subir el pistón, bajar el pistón, decaer, estar ya casi en franca retirada y vivir con bastante calma, tranquilidad y -qué remedio- cierto sentido del humor.
Termino de leer Las ciudades invisibles sin ninguna curiosidad ni placer alguno y con la sensación de cumplir finalmente una obligación que nadie me había impuesto. Ni me quedo más tranquilo ni nada. Es tan solo -en mi vida- un libro más, un libro menos, cuya única virtud ha sido conservar un billete de metro con una nota estúpida venido del más allá de las profundidades de mi juventud y colocado durante treinta y cuatro años y medio a solo siete páginas de la meta.
Pues ya llegué. ¿Y qué? He tenido una vida afortunada: He llegado a casi todas las metas que me he propuesto alcanzar. ¿Y qué? ¿La vida era esto? ¿La madurez era esto? ¿La vejez será más de lo mismo pero peor? Bueno. Aquí estamos, sin otra ambición ya que durar y sin otra misión que amar a quienes tenemos cerca, disfrutar con ellos todo lo bueno que nos venga y padecer lo malo con resignación y paciencia.
La parte ordenancista y chinchorrera de mi conciencia, la parte numismática y filatélica, descansa tachando un nuevo libro de la lista, cumpliendo un nuevo miniobjetivo ridículo. Ya está. Y sigo. Qué grisura. Qué aburrimiento. Pienso en mis padres; pienso en mis hijos; pienso en mí. No tengo ni ganas de llorar; tan solo la boca un poco seca.

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