Revista Viajes

Las ciudades que somos

Por Viajaelmundo @viajaelmundo

Hay algo en las ciudades que me atrapa. A veces salgo despavorida de Caracas, de ese tráfico constante, de su ruido, de su intolerancia, pero vuelvo a ella atraída por una especie de imán, convencida que no hay otro sitio en el que se pueda estar mejor que sus calles, y esa esquina de mi casa.

Entiendo que ese ir y venir responde a la necesidad de moverme.

Las ciudades que somos

Caracas, desde arriba

A Caracas la quiero por todos lados, muy a pesar de lo que tiene en contra. La he visto de todas las maneras posibles. Y es que para entenderla, hay que caminarla a cualquier hora, como abstraídos, porque es la única manera de saber porqué vamos tan agitados de un lado a otro, porqué corremos hacia el Metro, porqué salimos antes de la hora pico, porqué evitamos las noches, pero no dejamos de disfrutarlas. Caracas nos sumerge en el tráfico y, muchas veces, en la anarquía, pero también tiene un lado amable: el verde de El Ávila, las flores de Galipán, los colores de El Hatillo; jardines escondidos como el de La Estancia, Topotepuy o esa bendición que son Los Galpones que se han convertido en un refugio alejado de toda prisa. Caracas tiene maravillas en el Centro de su caos, aunque muchos no quieran caminarlo. Caracas vibra de noche porque aquí se canta bien, se baila bien, se come bien a cualquier hora. Caracas tiene eso y más.

A las ciudades hay que entenderlas, por eso creo que me seduce tanto caminarlas sin prisa y sumergirme, de alguna manera, dentro de todo ese ritmo agitado. Me gusta tratar de descifrar porqué se mueven, cómo se mueven y cuáles son esas cosas que, entre tanto agite, pasan desapercibidas. Creo que eso es lo que nos hace apreciar y disfrutar de sus momentos de tranquilidad.

Las ciudades que somos

Madrid y sus calles

Madrid, por ejemplo, parece una señora que habla mucho, siempre con una copa de vino tinto en la mano. Ella toda es una señora agitada, pero organizada, que se conoce todas las estaciones del Metro, que sabe a qué hora exacta pasa el autobús, que conoce los programas de los museos, que huele cerquita las verduras, que compra en un mercado al aire libre, que lee mientras espera, que se queja de su política, como nos quejamos todos en cualquier rincón del mundo.

Nueva York es un señor muy alto y, al mismo tiempo, una dama muy elegante. Es el tipo ocupado que no tiene tiempo para hablar mucho. Es la mujer que se reúne por horas a hablar en un café. Es la energía de cualquiera de 17 años cantando por largo rato su canción favorita, es acostarse a mirar el cielo; es comprar y comprar bien, es un hot dog y un musical. Es estar bien vestido o no. Es caminar rápido.

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Zurich, sin prisa

Y así aparece París con su hablar romántico y una ceja alzada como esa mujer de 40 años que en realidad tiene más, pero no se le nota y que usa muchas joyas que tienen historia. O nos interrumpe Medellín una mañana, con aire trabajador para hacernos creer que cualquier cosa es posible si se le pone esfuerzo. De repente aparece Río de Janeiro con el sonido de sus playas al lado de la faena, de su amabilidad y su inseguridad, con ese ritmo que lleva en las venas hasta para tomar un taxi.

Las ciudades que somos

Sao Paulo, siempre ocupada

O nos despierta Sao Paulo diciendo siempre que está muy ocupada, que hablamos más tarde; o descubrimos a Miami que parece estar siempre de vacaciones y terminamos caminando derechos, muy derechos y puntuales por cualquier calle de Zurich o mirando de lado por los rincones de Luxemburgo, respetando la hora de la siesta y sin hablar muy alto; para volver a Caracas, esa señora cansada de tanto, pero que te ofrece apenas llegas, una arepa, un jugo de parchita y te pregunta qué quieres hacer.

A las ciudades hay que entenderlas, mirarlas, escucharlas. Somos nosotros los que marcamos su ritmo, sus colores, su grandeza y su desidia.

Las ciudades que somos

Caracas, desde más arriba


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