El rechazo en referéndum al caritativo y festivo plan de paz del presidente colombiano y los narcoterroristas de las FARC ha desconcertado a los pacifistas porque ha quemado las margaritas del cañón de los fusiles y a los seguidores del John Lennon encamado con Yoko Ono para reclamar hacer el amor, no la guerra.
El gobierno colombiano había convocado a 35 millones de los 49 millones de habitantes del país para ratificar el acuerdo de paz con los guerrilleros surgidos en 1964 imitando a Fidel Castro; la confrontación costó 200.000 muertos, 45.000 desaparecidos y seis millones de desplazados.
Primero, votaron pocos, pese a que nadie debería desear más la paz que ellos. La rechazaron, pero si se analiza al resto del mundo –el Brexit o el crecimiento de populismos radicales—se descubre un endurecimiento del carácter popular.
Parecen haber muerto el deseo del amor universal y aquellas ansias de paz y concordia que nacieron con los estudiantes de Paris y en las protestas contra la guerra del Vietnam en San Francisco, en 1968.
Eclosionan los grupos y partidos basados en el odio, en el rechazo a los demás, y en España a quienes desean pertenecer al proyecto nacional. Inimaginable bajo el espíritu del 68, con ellos repulsión y ninguna tolerancia.
Parece que volvemos a las raíces radicales de toda ideología, a la tendencia que niega compromisos, o posibilidad de acuerdos. Se exige todo, y si no, la confrontación.
Los ciclos de convivencia cansan. Basta de diálogo: es lo que le pasó al flexible PSOE de Felipe González, que inició el radicalismo con Zapatero, y se multiplicó con Pedro Sánchez. Por eso los socialistas se volvieron casi podemitas.
Buenismo y buenrrollismo podrían estar acabándose, y Colombia es el ejemplo nuestro de cada día.
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SALAS