A Marc Miller, por el universo del Traveller
A Yoss, por los condonautas
Mientras el viento tórrido de Terra Capitol evapora mis lágrimas, me debato entre desenvainar mi florete y apoyar el cuello sobre su punta mono molecular o lanzarme al vacío tras el balcón. Pero, al menos de momento, escondo el rostro entre mis manos enguantadas y recuerdo, esperando que de la desesperación surja la manera perfecta para terminar con la leyenda trágica del último duque de la Casa de Seingalt.
Como el ruido de una marea lejana, a mi memoria acuden esos versos inocentes de juventud. Palpitan vivos, luego de tantos años, testigos reales de mis sentimientos, cuando aún no dominaba la caligrafía ígnea y llena de retórica amatoria, o los cantores de Chronor no me habían adiestrado en el arte de hacer florituras con mi voz para incendiar el texto más insulso. Veo danzar las letras tal como las escribí, y desde mi evocación, leo, musitando apenas:
“Soy el erial de mi triste carga
mientras muero en silencio,
abrasado vivo,
por el dulce calor de tu risa,
tus ojos, y esa luz interior
que regala tu guiño”.
Sé que la razón real del nudo en mi garganta no es la sequedad de la atmósfera, pero aun así suelto dos broches de mi cuello e inhalo profundo. Con la bocanada caliente trago un poco de música y risas, que son abundantes ahora en el salón de baile, mientras la orquesta de la corte se ufana en dispensar alegría y jolgorio a una recepción muy marcada por la etiqueta.
Es el quinto día de fiesta, así que la diplomacia es más laxa que de costumbre, en especial luego de mi llegada y los vítores de admiración que se sucedieron. “¡Viva el Duque de Seingalt!”, decían, “¡Larga vida al héroe!”. Yo, tenía ojos y lágrimas para bañar las manos de la emperatriz, mientras ella luchaba por prenderme a la chaqueta la Cruz de Calatrava por Servicios Distinguidos.
Pobre, pobre Beatriz mía. Cuán diferente eres en mi recuerdo, cuando mereciste de mí la plegaria de un corazón herido más allá del consuelo:
“Yo ya no sé, Beatriz, donde comienza
o en que sitio está mi paz y mi camino.
Cuando en tu piel no puedo dejar huella,
cuando tus labios, para mí prohibidos,
tendrán por fe la boca de otro hombre
que gustoso será quien dicte tu destino”.
Mientras me condecoraba, la estancia octogonal con altas columnas, la más elegante del mundo y con capacidad suficiente para servir de hangar a un carguero pequeño, se inundó con los sonidos del primer movimiento de la cantata triunfal en do mayor de Brahms. Claro está que mi reputación me precedía, y no únicamente por mi larga hoja de servicios distinguidos como Correo Imperial, o mi intervención en el conflicto K´kree, que salvó al Imperio del desgajamiento.
En cuanto entré al salón de baile con mi uniforme de perfecto corte, rutilante en mi cazadora blanca y pantalón negro, mis armas enjoyadas y mis galones todos se voltearon a mirarme con hambre de lujuria, pues mi leyenda me precedía. Las cortesanas se ruborizaban tras sus abanicos mientras sonreía y saludaba en la distancia; los caballeros me miraban con la envidia que despertaba K´Zanoba, duque de Seingalt.
Ellos podían haber conquistado mundos, pero mi hazaña era aún más grande; porque yo había conquistado el amor. Uno que rompe las barreras de las Galaxias y el espacio-tiempo. Un amor qué, sin embargo, no era el que buscaba y que nunca me traería paz.
¡Cuántos años perdidos preparándote para el reencuentro! ¡Qué lejos están los tiempos en que eras uno de los cadetes más prometedores de la Armada Espacial! Con un linaje que se remonta hasta Filipo II de Macedonia, todo me avalaba para cortejar a aquella jovencita alegre y cascabelera, a la princesa malcriada que recuerdo.
Vuelven a mi memoria tantas fugaces miradas intercambiadas, tantos galanteos bajo la supervisión severa pero distraída de los preceptores, cada beso robado en un desliz. Los amores de juventud son los que más duelen en el recuerdo…
Entre banquetes, convites y tertulias, fui derivando hacia la locura, reviviendo poetas de siglos pasados para deleitar sus oídos. No era el único aspirante a su cariño, por supuesto, pero ella me favorecía entre los demás. Tanto, que no pocos pretendieron cortar nuestros lazos por la fuerza con la punta de sus floretes, cuando resultó evidente que sus ojos violetas eran míos… pero aquel K´zanoba de Seingalt que yo recuerdo ya era tan hábil con las armas como firme en su amor.
No obstante, no contaba con que no solo los preceptores nos miraban severos. El propio Cleón I, mi tío y soberano absoluto del Tercer Imperio de la Humanidad, había decidido de antemano qué línea deseaba para enriquecer su legado genético. Y también él era firme su postura en no querer mezclar su sangre ancestral con mi herencia helénica.
Mi asignación como Correo Imperial, y a una región a tantos parsecs de distancia de Terra Capitol como es la Marca Espiral, era, en rigor, un puesto que en nada desmerecía mis habilidades o mi linaje… pero el Emperador en persona me comunicó que la razón principal de tan alto honor no era sino separarme de Beatriz. Así, ella quedaba libre para unirse con otro Duque de su imperial elección. Con aquella voz serena y potente, que no admitía réplicas, el padre de mi amada condenó nuestro amor de juventud para siempre. Al investirme en mi cargo, como despedida, expresó además el sarcástico deseo de que ojalá el Tercer Imperio de la Humanidad fuese lo suficiente vasto para que mi corazón destrozado pudiera olvidar a Beatriz.
Como si no bastara, como para asegurarse contra todo azar, dos segundos después emitió también aquel edicto cruel que me prohibía pisar otra vez Terra Capitol. No para siempre… solamente hasta que mis méritos fuesen tantos que el Consejo en pleno me otorgase la Cruz de Calatrava. La suprema condecoración que ahora cuelga, altiva pero inerte, en mi pecho y no se había concedido a ningún súbdito en más de cinco siglos.
Casi siempre, cuando un emperador dice “hasta que” en realidad quieren decir “nunca”. Dentro de una burbuja de éxtasis fui escoltado como un vulgar criminal al astro puerto en órbita, con la excusa de lo secreto de mi misión. No quisieron concederme tan solo la merced de la despedida de Beatriz.
Lanzado al pozo del olvido para siempre, o al menos hasta que mi voz gritase tan alto que el altanero centro del Imperio no pudiera ya desoír mi llamada. Quiero pensar que mi Beatriz sufrió la misma angustia de mi ausencia. Que preguntó y exigió respuestas de mi paradero. Imagino que nunca las tuvo… al menos, no hasta que ya fue suprema autoridad de todo el Imperio. Entonces, ya era demasiado tarde para detener el curso de colisión de nuestra historia compartida.
Pero yo, por supuesto, me negué a aceptar tal cosa…
Yo regresaría.
Hasta el día de hoy no pude hacerlo. Ignorar un edicto imperial es imposible. Es cierto que tal vez hubiera podido, loco de amor, deslizarme por entre las defensas del planeta capital como un vulgar ladrón. Pero el camino para un duque de la casa Seingalt no es la ignominia. ¿Qué vida, más que una existencia de oprobio, hubiese dado entonces a Beatriz, además?
No; solo podía regresar cuando lo mereciera. Ahora… Que ya es inútil. Tarde, muy tarde.
La realidad vuelve a atorar mi garganta, y si hubiese más broches en el cuello de mi chaqueta, con gusto los zafaría también. Pero no hay escape posible de ese nudo que no me deja respirar, más que las lágrimas o abrirme en canal la tráquea… para forzar, con mi muerte, un último suspiro que me traiga paz y me haga renunciar en definitiva a una quimera tan largamente soñada.
Pero debo controlarme, pues K´Zanoba de Seingalt no puede mancillar con sangre o llanto su propia leyenda intachable de caballero andante. No ahora, no cuando todo lo que he hecho ha sido para que el nombre de mi Emperatriz se asocie indisoluble al mío. Mi última misión, pues, será apagarme de a poco y languidecer, hasta que el nombre de mi casa sea olvidado y nadie llore mi muerte. Es el postrer servicio que puedo ofrecer a Beatriz, mi amada eterna, que murió hace años, cuando mi recuerdo se perdió ahogado en el Mare Nectaris de la senectud.
Mi único consuelo es recordar cuánto he sufrido hasta ahora, para sosegarme en la conmiseración. Canto para mis adentros mi lloro en letanía, aquella promesa que pensé me salvaría, pero hoy duele aún más que cuando la formulé. Salmodio en voz baja, para que mis lágrimas sean bálsamo de mi corazón, no de mis ojos:
“No es adiós, amor; es hasta nunca:
yo te juro que en mi espanto me derrumbo,
pero quiero pensar que no me olvidas.
Porque si uno de estos… cualquiera de estos días,
corresponde que regrese y por fin vea
sobre tus ojos, de amor una lágrima tibia
puede ser que me trague el universo.
Y explotemos juntos… cualquiera de estos días”.
Pese a mi abolengo, nunca he sido un hombre propenso a los lujos. Tampoco mi alma herida buscaba compañía alguna tras el interdicto de Cleón I.
Mi entrenamiento en la Armada me había preparado como piloto e ingeniero de a bordo, así que renuncié sin dudar un instante al regio yate que venía con mi puesto de Correo Imperial, a favor de una simple exploradora de enlace tipo seis, mucho menos amplia y lujosa. La capacidad de salto de mi nueva nave me permitiría llegar más lejos y más rápido, y a la vez me convertiría en mejor diplomático, consideré. Cuando llegas anónimamente y en una nave rápida, pero modesta, a un mundo en problemas, puedes aquilatar mejor la situación con tus propios ojos, antes de presentar cartas credenciales o mostrar el Sello Imperial.
Un mundo, luego otro… así pasaron años, atrapado en mi veloz lata de sardinas personal, rumiando mi tristeza durante los siete días inevitables de tránsito interestelar; luego auditando con mano de hierro durante otra semana los mundos descarriados. Mis biógrafos y cronistas alaban el valor a toda prueba que demostré durante aquellos tiempos, en que no pocas veces enfrenté a los beligerantes sin otra defensa ni arma que mi Sello Imperial y mi florete. No pueden saber que no era audacia lo que movía mis actos, sino un deseo suicida de gloria inmediata para poder regresar pronto a los brazos de mi amada.
Era la sed de lograr por arte de birlibirloque o puro arrojo una hazaña digna de la valiosa Cruz de Calatrava. Pero tampoco nadie puede imaginar cuán larga fue mi caída, cuán honda mi desolación, cuando me alcanzó la noticia de las nupcias de mi Beatriz con el heredero de la Casa Fionnbharrth. Mis biógrafos y cronistas, basándose en mi intachable fidelidad al trono, dicen que mi desesperación se debió a la muerte de mi amado Emperador, mi tío Cleón I. Pero lo cierto es que el imaginar que los ojos violetas de bella prima sonreían a otro hombre que no era yo, me volvió loco de celos.
Los meses subsiguientes me trajeron más tristeza y desasosiego… que, por imposible que pudiera parecer, empeoraron cuando llegó la noticia, feliz para muchos, de que el primero de los nuevos príncipes del Tercer Imperio de la Humanidad ya se gestaba en el vientre de mi amada y para siempre perdida Beatriz.
Muy pronto habría terminado mi odisea, si no fuese por un encuentro que apenas recuerdo, velados por los vapores de los fumaderos de índica y los gritos de los gladiadores coloniales, a los que había acudido para encontrar un final definitivo. Por mucho que haya buscado en mi subconsciente, primero con cableado neuronal y luego con el ojo de la mente el rostro de mi benefactor, no he podido hallarlo. Brumas inexplicables nublan sus facciones en mi recuerdo. En cambio, sí se me quedó grabado su consejo, tras escuchar mi patética historia.
“Sedúcela”, dijo el forastero misterioso, con una sonrisa torva. Y concluyó, marchándose para siempre en la neblina: “¡Sueña otros sueños, y mejores!”
Ah, tan fácil decirlo, pero…
¿Cómo seducir a mi bella prima, que ahora, en el trono imperial, había ascendido casi al nivel de los dioses? ¿Cómo vencer la impronta genética de devoción que todos sus súbitos llevamos grabada? ¿Cómo lograr salir airoso o siquiera vivo del simple pensamiento de cometer la más inimaginable de las traiciones: hacer de la mismísima Emperatriz una adúltera?
La idea misma debía haberme impensable, pero con la muerte de Cleón pareció esfumarse el último resquicio de mi civismo. Antes de ser la Reina Consorte del Tercer Imperio de la Humanidad, ella ya era mi Beatriz. Con los recursos necesarios, podía volver a ser mía. Entonces, entendí lo que debía hacer.
Yo, que había perdido toda esperanza, tenía una doble tarea para movilizar mi voluntad: reinventarme como el digno, único merecedor de la Cruz de Calatrava, y a la vez convertirme en el proceso en un ángel irresistible y capaz de tentar a la mismísima Madre de la Humanidad.
Puse manos a la obra de inmediato. Primero, no sin cierta torpeza, pero siempre con éxito, una conquista; la primera. Luego otra, algo más sencilla. Y otra, y otra… hasta volvérseme fácil rutina. Sencillo era mi plan. Amena, pero por la reiteración algo tediosa, su ejecución. En cada mundo al que me llevaba mi responsabilidad como Correo Imperial debía lograr la seducción de la moza local de más alto rango, para luego abandonarla con el corazón roto.
Cierto es que mi posición de noble y mi cargo diplomático ya me conferían un aire irresistible para muchas damas del Tercer Imperio de la Humanidad, y que mi riqueza también poco menos que ilimitada aumentaba aún más mi atractivo. Pero para refinar el arte de la seducción hasta lograr lo imposible, debía superar todas las cotas.
Así, me hice operar el rostro en las Clínicas de Regina, para eliminar las más mínimas imperfecciones de mis ya de nacimiento hermosos, regulares rasgos. Luego me implanté glándulas emisoras de feromonas en Massila. Aprendí a cantar en Chronor, y dominé los bailes sexuales en gravedad cero de los Mundos Gladios.
No contento con eso, y violando sin el menor remordimiento las leyes del Imperio que yo mismo hacía cumplir tan celosamente el resto del tiempo, abrí el ojo de mi mente, gracias a los poderes psiónicos de los zhodani, para dominar como ningún humano lo ha hecho antes el arte de traspasar corazones y adivinar los más recónditos deseos de las hembras, con la mirada.
No solo hembras de mi especie cayeron ante mis artes; mi prueba más difícil fue doblegar a las altivas aslanes, herméticas leonas humanoides, que fisiológicamente necesitan tener sexo por días.
Mi última confirmación, el Conflicto K´kree.
En meses, no en años, las noticias de la llegada de los invasores comenzaron a levantar banderas de alarma en muchas zonas del Imperio, y la Marca Espiral, el sector que me había sido asignado, no fue la excepción.
La Humanidad, durante los siglos de su expansión en la Vía Láctea, había contactado y llegado al entendimiento con muchas otras civilizaciones, pero nunca se había visto reflejada en el ingrato espejo de otra raza que la superara en el afán de expandirse por la fuerza. Los K´kree eran una cultura por completo diferente de todo lo que conocíamos: venida de otra Galaxia y por ello dotada de una tecnología radicalmente distinta a la nuestra. Inclusive muy superior, en algunos aspectos.
Un detalle que quizás no hubiese tenido mayor trascendencia… si no fuese porque uno de tales aspectos era su maquinaria bélica. Que dejaba atrás a la humana, y por mucho. Nuestras naves caían antes las suyas sin lograr siquiera arañar sus corazas, cuando lograban fijar la puntería en sus veloces maniobras. Nuestra infantería blindada era diezmada por sus guerreros centauros, a la vez en extremo móviles y pesadamente armados.
Perdíamos batalla tras batalla, sistema tras sistema. Al Imperio le amenazaba la extinción, pero donde los acorazados y los cruceros de combate no tuvieron ninguna oportunidad, triunfó la diplomacia. Los cantares y los informes de Seguridad Imperial nunca podrán reflejar con exactitud la causa de que los invasores K´kree dejaran de ser adversarios y competidores, y sean ahora, más que aliados, nuestros esclavos más valiosos.
Pero lo cierto es que, gracias a mi misión a los mundos de la Marca Espiral conquistados por ellos, el Tercer Imperio de la Humanidad se ha expandido hasta confines que ni siquiera nos hubiéramos atrevido a soñar, antes.
Mi misión diplomática no podía tener otros testigos humanos. Por eso nadie registró cómo las centauras k’kree, por completo incompatibles con los humanos en lo que a fisiología sexual se refiere, hicieron, sin embargo, fila para verme y escucharme.
Soy un hombre modesto, así que el secreto de mis palabras y mis canciones dentro de aquella cueva de cristal azul morirá conmigo… pero una raza que no conocía los sentimientos, aprendió a amar al Hombre con la platónica devoción en el estado más puro de las mascotas fieles a través de mí.
Terminó entonces el Conflicto K´kree cuando la especie entera se rindió a mis pies y regaló a la Humanidad, en específico al Duque de la Casa Seingalt, todas sus antiguas posesiones y territorios, incluyendo los más recientemente arrebatados a sangre y fuego al Imperio.
Fue únicamente entonces cuando mi hoja de servicios finalmente ameritó que el Consejo me confiriera la suprema condecoración imperial y levantase mi orden de destierro de Terra Capitol. Entonces, supe que estaba listo para reclamar mi amor perdido.
Había tardado años, sí… pero al fin había llegado mi hora. Esta última seducción se sumaría a la larga lista de doscientas cincuenta y cuatro conquistas… pero no iba a engrosar el número de corazones de la más suprema nobleza rotos y suspirando por mí.
Al final, K´Zanoba el seductor iba a hacer su canto de cisne para fundirse con su Emperatriz, y no habría bardo que no pudiese ganarse una buena comida y una jarra de cerveza en cualquier tugurio de astro puerto, orbital o planetario, si narraba mi romántica epopeya. Material para cantares había de sobra en mi historia. Un amor más allá del espacio… y del tiempo, para empezar.
Por tres años más tuve que dilatar mi regreso triunfal a Terra Capitol, supervisando la rendición incondicional de los K´kree. En total, me tomó una centuria reclamar la Cruz: siempre una semana en tránsito, luego una semana en cada mundo, para auditarlo y rendir a mis pies a otra belleza sin par…
Tan lejos está la Marca Espiral. En total, casi ciento veintitrés años terráqueos, sumando todas las deudas temporales de mis viajes. Pero todo eso quedó atrás. Aquí estoy, por fin.
Aquí estoy, cargando el peso del mundo sobre mi desgracia. Como yo, el flamante Emperador Thadeus I, el pretendiente de la hermosa Beatriz elegido por Cleón, solamente aparenta cuarenta y cinco años. Aunque también él sobrepasa holgadamente la centuria, alguna gente sí cambia con los años. Las drogas anagáticas lo mantendrán joven, pero su aire de perrillo faldero se ha tornado en la hostil desconfianza de un viejo dóberman.
No obstante, no obrará contra mí, su vasallo más valioso, el que elevará injustamente su nombre a cotas de gloria que no merece, tras la incorporación de los K´kree a los dominios de la Humanidad. No, sobre todo, cuando él mismo desearía llevarme ahora mismo a su alcoba, seducido por mis encantos, tan refractarios al paso de los años como los suyos. Lo pude comprobar, con asco, cuando el ojo de mi mente rozó sus más recónditos pensamientos.
También era vacua e inútil mi victoria sobre el infortunio, y de ello me di cuenta frente a la opulencia de oro y circonio de mi adorada emperatriz… una fosforescencia vacua, sombra apenas visible de la hermosa mujer que me había robado hasta el mínimo ápice de sentimientos que habitaba en mi dilatada existencia.
Mi Beatriz trastabillaba en su mente y en su cuerpo, apenas sostenida por los campos de fuerza que la rodeaban, con la triple función de detener láseres, desviar proyectiles y sostenerla como una marioneta regia, manipulada por hábiles guardaespaldas- coreógrafos, duchos en la etiqueta imperial.
Desde tan cerca, pude constatar cómo el terrible paso del tiempo había envejecido con saña a mi amada, privada del amparo de los fármacos anagáticos que su cuerpo se empeñaba en rechazar. Los rigores de su posición y las décadas se habían aliado para apagar aquellos ojos violetas que tanto me robaron el sueño y el consuelo; mi Emperatriz ya era apenas una anciana presa dentro de su propia carcasa, la triste apoteosis de mi idolatría vacua.
¡Cuán diferente era mi Beatriz, mi dulce prima, en mis recuerdos! Con un lamento torpe, cerré el ojo de mi mente a sus pensamientos. En lugar de sorpresa, reconocimiento y el placer de encontrarnos otra vez, encontré un páramo yermo e infinito hastío.
Ganas no me faltaron de desenvainar mi vibropuñal y cercenar su muñeca expuesta, quizás el único punto vulnerable en el apretado tejido de sus invaluables ropajes, antes de que los drones de represalia que la rodeaban me cocinaran vivo. Pero más que la impronta genética de devoción total de todos sus súbditos, creo que mi mano fue incapaz de herir a la mujer que había idolatrado e idolatro.
Soy, fui y seré tu Correo Imperial, y mi misión es mantener el orden y la tranquilidad allí donde llega tu puño de Emperatriz… pero son tus dedos llenos de arrugas y venas azuladas los que me aprietan ahora el corazón. ¡Ah, soberbio duque de Seingalt… qué vacua es tu existencia ahora!
Ahora lo entiendo todo. Lo que el difunto Cleón I nunca me reveló fue que las drogas que impedían el envejecimiento no obraban en su querida hija. Un caso entre un millón, en la nobleza. Uno entre mil, en la dinastía imperial. Ahora tiemblo y sufro ante su infinita bondad y su justicia serenísima, que no comprendí en su momento. Mi tío quiso ahorrarme el sufrimiento de ver apagarse día a día a Beatriz entre mis brazos, ajenos al deterioro de los años.
Por eso me envió lejos, cuando mi prima y yo nos elegimos mutuamente. Por ello, había tenido que asignar a aquel Fionnbharrth, un simple patán favorecido por el azar de la lotería genética, como consorte de la princesa. Para que sus cromosomas privilegiados salvasen en lo adelante y para siempre de la corrupción del tiempo a los futuros gobernantes del Tercer Imperio, devolviéndoles la tolerancia a los maravillosos anagáticos.
No había sarcasmo cuando me pidió, de todo corazón, que encontrase consuelo a mi corazón en la vastedad del Tercer Imperio. Como en un mal libro, aquí termina mi búsqueda.
Puede que mis obras perduren y el destino de la Humanidad esté asegurado, librándola de la mayor amenaza que ha enfrentado nunca. Pero en todo otro sentido, he fracasado. No podré jamás alcanzar una meta que no existe. No hay nada pecaminoso, entonces, en que me abandone a mi suerte y llore lágrimas amargas, que se evaporarán en el tórrido aire de Terra Capitol.
K´Zanoba de Seingalt no tiene ya a quién seducir. Mi Beatriz se ha ido para siempre, y ahora yo mismo abandonaré definitivamente las drogas que retrasan mi senectud, para que mi cuerpo envejezca tan deprisa como vieja ya es mi alma. Tengo la esperanza de un día ¡ojalá muy pronto!, poder hundirme en el pantano inmaterial de décadas donde ella habita. Solo me queda una misión que cumplir para el difunto Cleón I, como Correo Imperial.
Cuando, dentro de algunos años sin terapia anagática, mi rostro no sea reconocible, utilizaré la críptica tecnología K’kree para proyectar mi fantasma moribundo al pasado. Debo salvar al reino del hombre, dándole falsas esperanzas al último Duque de la Casa Seingalt.
No será fácil, ni grato; lo sé. Tendré que ahogar mi dolor de hoy para no prevenir a mi pasado yo de nuestro destino. Mi postrer sacrificio: decirme a mí mismo, “sedúcela”, como inidentificable, misterioso forastero. Luego, antes de desaparecer para siempre, añadir como colofón ambiguo, de inimaginable e insondable significado: “¡Sueña otros sueños, y mejores!”
Sí, otros sueños… que nunca serán, al menos para nosotros dos. Como un mal libro, terminen aquí, sin futuro ni descendencia, las amargas criptomemorias de la Casa Seingalt.