Revista Opinión

Las Crónicas De Auckland (Parte Ii)

Publicado el 20 febrero 2019 por Carlosgu82

Cuando era niño amaba leer los libros de la colección “Elige tu propia aventura”. Pasaba las páginas y me emocionaba ver como las decisiones que tomaba como lector afectaba a los personajes de la historia, como la trama del libro se bifurcaba según cada elección. Me fascinó tanto sumergirme en ese género que poco después comencé a incursionar en la escritura creando mis propias historias del estilo. Y muchos años después ahí estaba, eligiendo mi propia aventura en el mundo real ,en Auckland; sintiéndome parte de una historia de la cual yo era protagonista y creador al mismo tiempo.

Sucede que cuando uno viaja , todo se intensifica e inevitablemente uno termina sintiéndose así: como el protagonista de una narración de aventuras que por diversas razones deja atrás la comodidad de todo lo que conoce y debe sortear una serie de obstáculos y peligros en un nuevo y desafiante mundo ( tal y como Joseph Campbell lo desarrolla en el denominado “periplo del héroe” ). Claro, no era que Gandalf me había ido a buscar a la Comarca para iniciar una travesía, o que me había llegado una carta para ir a un colegio de magia o hechicería, ni tampoco que era un caballero jedi que tenía que restaurar la paz en la República Galáctica.

En mi historia, ninguna circunstancia externa me había ido a despertar de mi tranquila existencia para llevarme a vivir aventuras a un mundo mágico poblado de seres extraños, fantásticos y/o extravagantes. Mi historia era la de un tipo común y corriente que como tantos había ido en busca de aventuras por decision propia al otro lado del mundo y el escenario donde la travesía comenzaba a desarrollarse era en el centro de una ciudad que se parecía a muchas otras, poblada de seres humanos también comunes y corrientes.

Aconteció que luego de mis primeros días en las afueras de Auckland y resueltos (parcialmente) mis conflictos internos en los jardines del Monte Edén, había resuelto moverme hacia el corazón de la metrópoli para poder ampliar las chances de conseguir trabajo. Y aconteció también que de todos los hosteles que pude haber elegido donde alojarme, elegí el peor. Porque si algo le faltaba al cóctel del jet-lag y la crisis existencial viajera del que venía recuperandome, era sumarle un sitio detestable donde tuviera que quedarme. Tengo que reconocer que no tenía mucho presupuesto y que busque un hostel que fuera lo más céntrico posible, pero nunca imaginé lo que me esperaba.
Silverfern Backpackers fue la antítesis de Bamber House. Si aquel había sido un lugar tranquilo, ordenado y silencioso donde había podido descansar, este fue un sitio ruidoso, caótico y sucio que me provocó desasosiego.

Entre las cosas que tuve que soportar estuvieron: cucarachas caminando por la pared de la cocina, comida vieja de huéspedes pudriéndose en la heladera, mala atención en la recepción, olores desagradables en el área común, habitaciones chicas y sucias y un continuo ambiente de fiesta en todas partes. O sea, aquello era un denominado party hostel, en toda regla. Encima los compañeros de cuarto que me tocaron fueron… complicados, por decirlo de algún modo; personajes típicos que uno se puede encontrar en la fauna viajera cuando se hospeda en algún lugar. Desde los que parecen vivir desde hace tiempo en la habitación y se adueñan de gran parte del espacio haciéndote sentir que estás de visita en su apartamento hasta los que creen que colgar unas sábanas en la litera ya les da la privacidad suficiente para mantener sexo debajo de tu cama o aquellos que arman fiestas con cervezas y música alta en tu cuarto invitando gente de otras habitaciones y que además se molestan si les decís algo.
Mi historia no estaría poblada de seres mágicos pero era indiscutible que habían personajes bizarros.

Esos días, a pesar de que conocí a algunas pocas interesantes personas con las que compartí algún breve momento, me sentí realmente muy solo y extrañe mucho la comodidad de la rutina que había dejado atrás en Uruguay. La batalla entre el Gabriel miedoso que sólo anhelaba la comodidad de su madriguera y el Gabriel audaz que estaba orgulloso de haber roto con su crisálida fue una constante durante aquella primera etapa en tierras kiwis.

Salí a caminar por las calles del centro de Auckland prácticamente durante todos los días de las dos semanas que permanecí ahí, ya fuese para dejar curriculums en distintos lugares o simplemente para conocer los distintos rincones que la ciudad tenía para ofrecerme. Y lo cierto es que Auckland estuvo lejos de maravillarme. A excepción del bonito puerto, la enorme Sky Tower y el War Memorial Museum y sus agrestes alrededores , nada me cautivó especialmente.

Quizás era que tenía las expectativas muy altas debido a que una amiga uruguaya que había estado con la working holiday visa años antes me había hablado muy bien de Auckland o quizás porque percibí lo que en definitiva sería una constante en la visita a otras ciudades de Nueva Zelanda: la falta de personalidad histórica o la sensación de estar en un lugar donde todo es relativamente nuevo. Y es que en la tierra de la gran nube blanca (así es como los maoríes llaman a la isla) , nunca se tiene la impresión de presenciar historia como sucede en otras partes del mundo. El encanto de ese país no resguarda allí donde la mano del hombre ha hecho bellezas arquitectónicas, si no en los encantos de las maravillas que su naturaleza ofrece.

Así y todo, Auckland me pareció poco más que un Montevideo evolucionado, limpio y mejor organizado. Ver tantas obras en construcción en sus calles avivaba aún más la impresión de estar ante una urbe joven y que aún emergia a cada paso.
En el único sitio donde encontré verdadera tranquilidad fue en sus playas en las afueras de la ciudad hacía donde me dirigí una mañana, cansado de la hasta entonces vana búsqueda laboral.

Tras mucho caminar por la rambla, encontré un lugar bastante alejado sobre la costa de Ladies Bay, casi escondido, al que accedí bajando por una angosta escalera. Se trataba de un pequeño sector de la playa que parecía privada, delimitada por dos grandes barrancos en los costados. Había bastante vegetación en la arena y me eché a la sombra de unos árboles, donde permanecí toda la tarde.

Allí nuevamente tuve un momento introspectivo similar al que viví a los pies del Monte Edén excepto que en aquella playa no resolví ningún conflicto interno, ni discutí conmigo mismo, ni nada de eso. Por lo contrario, en ese momento elegí silenciar mi mente; apagar las voces de los dos Gabrieles y simplemente escuchar el murmullo del romper de las olas. Me maravillé observando las aguas cristalinas y  los islotes que se veían en el horizonte. Me dejé cautivar por el cantar de las gaviotas y por la brisa del mar. Me olvidé del sucio hostel donde me estaba hospedando, de lo solo que me sentía o de lo desesperanza que comenzaba a nacer en mí debido a la infructífera búsqueda de trabajo. Solo estaba aquella pequeña playa paradisiaca que había descubierto y yo; nada de pensamientos elaborados…solo abrace aquel instante.

Y lo cierto es que ese pequeñísimo descanso no solo me hizo quedar con una sensación de gran dicha por tener la oportunidad de presenciar aquel rincón del mundo con mis propios ojos, si no que me permitió volver a la ciudad con energías renovadas.

Los pocos días restantes que estuve en Auckland fueron más de lo mismo aunque en general sentí que todo se me hizo más llevadero. No obstante había un problema:no había ido con demasiado dinero, el tiempo seguía pasando y no conseguía ningún trabajo. Y poco a poco, comencé a preocuparme. Estar solo en la otra punta del mundo y con poco dinero no era muy alentador.

Afortunadamente sucedió que tras mucho aplicar a vacantes laborales y justo cuando la sombra de la desesperación amenazaba con cernirse sobre mi mente, una posibilidad con el potencial de bifurcar la trama de la historia de la que era parte, apareció en el camino de mi aventura.

“Solo se desesperan aquellos que ven el fin más allá de toda duda”, me hubiera dicho Gandalf. Y le hubiera dado la razón.


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