De todos los reyes que ha tenido España, nadie suscita un juicio negativo más unánime que Fernando VII. A pesar de gozar de una gran popularidad al comienzo de su reinado (no en vano era llamado " el Deseado "), sus acciones le llevaron a granjearse la antipatía generalizada. Y no es para menos; era cobarde, vago, inculto, maleducado, servil y desagradable. En lugar de intentar modernizar el país para intentar ponerlo a la altura de sus grandes rivales europeos Francia y Gran Bretaña, dedicó gran parte de su reinado a perseguir con saña a los liberales. Reinó sola y exclusivamente para su propia supervivencia. Y para colmo, durante su reinado se consumó la desaparición del Imperio español en ultramar, ya que la mayor parte de los territorios americanos se sublevaron y se declararon independientes.
Sin embargo, en este artículo no analizaremos su nefasta gestión, sino que nos centraremos en las vicisitudes matrimoniales del que luego fue conocido como " el Rey Felón ". Que no son pocas. Casado en cuatro ocasiones, ninguna de sus esposas pudo darle el ansiado heredero varón. Y eso que por aquel entonces los matrimonios reales sólo tenían la función de asegurar la descendencia del rey y garantizar la continuidad de la dinastía. Todo eso hizo que, a su muerte, el trono fuese heredado por su hija Isabel y que el infante Carlos María Isidro, hermano del soberano, no estuviese muy de acuerdo con la situación. Comenzaron entonces las Guerras Carlistas, una serie de conflictos que desangraron el país a lo largo de todo el siglo XIX. Otro fracaso más del que, sin duda, es considerado el peor rey de la Historia de España.
Un rey a una deformidad genital pegado
Fernando VII era un cúmulo de defectos. Se cuenta, entre otras cosas, que era cobarde y servil, de ahí que durante su cautiverio en Bayona bajo Napoleón llegara a solicitarle al emperador francés que lo adoptara como hijo. Se cuenta además que era un inculto (y lo que es peor, que no tenía interés en dejar de serlo), lo que provocó una sangrante anécdota con el Duque de Wellington. Las tropas de éste habían capturado un convoy con más de 100 cuadros, auténticas obras maestras de la pintura española, que José Bonaparte se llevaba a Francia tras su derrota, y el Duque pidió instrucciones sobre cómo trasladarlos a sus lugares de origen; Fernando VII le contestó que no se molestara y que se quedara con ellos (dichos cuadros constituyen hoy el núcleo del Museo de Wellington en Aspley House). Se cuenta también que era vago, maleducado, vengativo y de modales bruscos y chabacanos.
Pero de todos sus defectos, el que hoy nos importa era que tenía una deformidad genital llamada macrosomía, lo que hacía que su pene tuviera un tamaño monstruoso. Prosper Mérimée lo describía así: " Fino como una barra de lacre en su base, tan gordo como el puño en su extremidad, y tan largo como un taco de billar ". Esta deformidad, fruto de la costumbre real de casarse parientes carnales con parientes carnales, provocaba que tuviera dificultades a la hora de mantener relaciones sexuales con sus esposas, y es muy posible que los desgarros internos que les provocaba pudieran haber sido la causa de tantos abortos y de sus propias muertes.
Con el tiempo, se intentó poner un remedio a esta incómoda situación del monarca, de modo que se convocó a la corte a los mejores médicos del país. El problema era que la política que había seguido el rey de exiliar o ajusticiar a todos los que olieran a liberales hizo que los mejores estuvieran en el extranjero o muertos, de modo que los que quedaban en España eran mediocres, por decirlo de manera amable. Lo único que se les ocurrió fue confeccionar un cojín con un agujero en medio. Dicho cojín serviría de tope al soberano cuando se encontrara en plena faena de intentar fabricar un heredero. Claro que hubo que esperar al cuarto matrimonio del rey para que se pusiera en marcha dicho invento.
La primera esposa y el bordado de zapatillas
En 1802, y siendo todavía Príncipe de Asturias, a Fernando lo casaron con su prima María Antonia de Borbón Dos Sicilias. La novia era bastante agraciada, todo lo contrario que el novio. La prueba de ello está en la carta que María Antonia escribió a su hermano, donde decía: " Bajo del coche y veo al príncipe: creí desmayarme; en el retrato parecía más bien feo que guapo; pues bien, comparado con el original, es un Adonis ". Esto fue lo más bonito que le dedicó, ya que en otras cartas a su madre lo calificaba de feo, bruto, rechoncho, de piernas torcidas y antipático. Pero lo peor no era eso, sino que a Fernando, a pesar de ser mayor de edad, nadie le había explicado qué era lo que tenía que hacer con su esposa en el lecho.
En efecto, en la noche de bodas, y una vez llegados ambos al momento de la verdad, la novia se desprendió de sus ropas y se tendió en la cama. Fernando, al ver a su esposa desnuda, empezó a soltar grititos, y acto seguido se lanzó a sus pechos. Se agarró fuertemente a ellos y empezó a darles chupetones como si fuese un bebé. Al cabo de un rato, cansado de tanta salivación, se levantó y empezó a realizar su afición favorita: bordar zapatillas. Como es natural, María Antonia no tardó en escribir a su madre contándole que su marido, además de feo, era tonto. Y es que el bueno de Fernando estuvo 7 meses bordando zapatillas y siendo el hazmerreír de todas las cortes europeas, hasta que su padre lo cogió aparte y le explicó lo que tenía que hacer.
Fernando, una vez aleccionado, recuperó el tiempo perdido y lo que antes eran quejas por la falta de acción se tornaron en quejas por las continuas ganas de copular que mostraba el heredero. Dos abortos sufrió la pobre muchacha durante su matrimonio, lo que hizo que se ganara el desprecio de su suegra. La vida de la pobre María Antonia se volvió aún más infernal de lo que ya era, hasta que en 1806 murió de tuberculosis. Aunque no faltaron las malas lenguas que dijeron que murió envenenada y que su marido y su suegra habían introducido un alacrán en su cama cuando estaba moribunda.
La segunda esposa y los disfraces
Diez años permaneció viudo el ya rey Fernando VII hasta que volvió a casarse; esta vez con su sobrina Isabel de Braganza. La pobre no era muy agraciada, pero lo compensaba con una gran dulzura de carácter. Sin embargo, y aunque hacía todo lo posible por complacer a su marido, éste no estaba demasiado interesado en los insulsos encuentros con su esposa. Al rey lo que le gustaba era disfrazarse y salir por las noches con sus amigos, tanto para enterarse de los cotilleos sobre su persona como para irse después a los prostíbulos madrileños. Al parecer, su favorito era el de Pepa la Malagueña, donde hacía competiciones para ver quien la tenía más grande y, por supuesto, hacía uso de los servicios propios del lugar.
Para tratar de atraer la atención de su marido, la reina también se disfrazaba: se vestía, maquillaba y peinaba como una meretriz, y a la hora aproximada en que el rey volvía de juerga, se plantaba en lo alto de la escalera y lo esperaba con dos claveles reventones en el moño. Fernando, al que al parecer le sobraban energías, cuando veía a su esposa de esta manera se tiraba hacia ella y la poseía allí mismo. No obstante, el rey seguía prefiriendo lo que encontraba fuera antes que lo que tenía en casa, de modo que las salidas nocturnas continuaron. Aun así, la reina quedó embarazada, pero la niña que tuvo murió a los cuatro meses. Un segundo embarazo supuso la muerte de la pobre Isabel, ya que los médicos le practicaron una cesárea de urgencia creyéndola muerta, cuando en realidad todavía estaba viva (para un relato de su muerte, véase este artículo).
La tercera esposa y la apertura de la puerta que no debía
Nuevamente viudo y sin un heredero, a Fernando le entró la prisa por casarse de nuevo. La elegida fue esta vez una muchacha de 15 años llamada María Josefa Amalia de Sajonia. Quizá la mejor descripción que pueda hacerse de la novia es que era muy beata, inocente y totalmente ignorante de los misterios de la vida. Huérfana de madre a los 3 meses, había sido educada de forma estricta en un convento y nadie se había preocupado de ponerla en antecedentes de lo que debía hacer con su esposo. Con estos mimbres, el desastre estaba asegurado. Y así fue. Conocemos el relato de la noche de bodas por una carta que el escritor francés Prosper Mérimée le escribió a su amigo Stendhal, en la que se narra con un gran lujo de detalles lo que ocurrió.
Era costumbre por entonces que justo antes de comenzar la noche de bodas, la princesa de sangre ya casada y más cercana en categoría al rey pasase quince minutos con la novia explicándole lo que sucedería después. Ese papel correspondía a María Teresa de Braganza, hermana de la anterior esposa de Fernando. Sin embargo, llegado el momento, la cuñada del rey se negó a ejercer tal función ya que no quería " tener que lidiar con las cosas íntimas de aquella alemana que venía a sustituir a su hermana". A falta de la princesa, la función debía de ser cumplida por la camarera mayor. Sin embargo, esta también se negó, alegando que " nunca se había fijado en las cosas que su marido le hacía en la cama". Así pues, cuando Fernando entró en la alcoba la novia seguía tan ignorante como cuando la sacaron del convento (según Mérimée, desconocía " cosas que conocen en España incluso las niñas de ocho años ")
El rey empezó a toquetearla sin miramientos y ella, horrorizada, salió corriendo por la habitación. Fernando, en su afán de perseguirla, tropezaba continuamente con todos los muebles y caía de bruces al suelo. A la situación no ayudaba el hecho de que la recién casada no entendiera el español y que el rey no hablara una sola palabra de alemán. Tras un rato de persecuciones Fernando, visiblemente encolerizado, llamó a su cuñada y a la camarera mayor, las cubrió de insultos (Mérimée dice que las llamó por las palabras que empiezan por P y B. Es de suponer que serían " putains" y " brutes ") y les ordenó que debían tener lista a la novia en un cuarto de hora. Mientras lo hacían, él se salió al pasillo a pasearse mientras fumaba un cigarro.
Las damas trataron de tranquilizar a la novia, pero parece ser que consiguieron justo lo contrario: asustarla aún más. De modo que, cuando Fernando entró en la habitación, una aterrorizada novia le esperaba en la cama. Ahora el rey no encontró resistencia, pero " a su primer esfuerzo para abrir una puerta, abrióse con toda naturalidad la de al lado y manchó las sábanas con un color muy distinto al que se espera después de una noche de bodas ". Asqueado, Fernando se negó a ver a su esposa durante una semana. Claro que tampoco tuvo importancia, porque pasada esa semana la reina se negó en redondo a tener relaciones conyugales con su esposo.
Para ella, lo que pretendía el monarca era pecado mortal, y cuando se le explicaba la necesidad de un heredero, replicaba con toda seriedad que se pondría de inmediato a escribir una carta a la cigüeña y que el heredero estaría en la corte en un santiamén. Un encolerizado Fernando escribió al Papa exigiéndole que anulara su matrimonio por negarse la novia a consumarlo. Pío VII tuvo que intervenir asegurando a María Josefa Amalia que las relaciones entre esposos no eran pecado, y que no podía negarse a ellas. No obstante, la reina arrancó una concesión a su esposo: antes de realizar las labores conyugales, debían rezar juntos un rosario. Diez años estuvieron casados, en los que la reina no quedó embarazada ni una sola vez; pero es de suponer que ambos esposos rezaron juntos muchos rosarios.
La cuarta esposa y el ansiado heredero, ¿o no?
Viudo por tercera vez, con 45 años a sus espaldas, y todavía sin nadie que heredara el trono, Fernando necesitaba otra esposa; así que la corte empezó de inmediato a buscarla. Cuando le dijeron al rey que la mejor colocada tenía el mismo origen alemán que la anterior, a Fernando le salió del alma lo siguiente: " ¡No más rosarios ni versitos, coño!". Así que finalmente eligieron a su sobrina María Cristina de Borbón. A diferencia de las veces anteriores, la nueva reina era una joven de 23 años " ardiente e infatigable en sus juegos y escarceos amorosos " mientras que el rey era poco menos que un vejestorio, de modo que cada vez que tenía un encuentro sexual con ella, salía de la habitación resoplando y agotado.
Ya estaba en funcionamiento el artefacto del que hablamos al principio de este artículo (el cojín con un agujero en medio). Así que, entre el invento y la fatiga el rey pudo por fin engendrar dos vástagos que sobrevivieran lo suficiente. O mejor dicho, dos " vástagas ". Al poco tiempo de la boda María Cristina quedó embarazada y 9 meses después nació la que sería conocida posteriormente como Isabel II. Al poco tiempo nacería otra niña, Luisa Fernanda. El problema era que no tenían el sexo adecuado, y el hermano del rey, Carlos María Isidro, no estaba dispuesto a que nadie del sexo femenino le arrebatara lo que él consideraba suyo: nada menos que el trono de España.
Fernando murió al cabo de poco tiempo, cuando sólo habían pasado tres años desde su último matrimonio. Y estoy seguro de que algunas de las últimas cosas que se le pasaron por la cabeza fueron lo feliz que había sido bordando zapatillas, las competiciones en el burdel de Pepa la Malagueña, la horrible noche de bodas que pasó aquel no tan lejano 20 de octubre de 1819 con aquella alemana que sólo sabía rezar rosarios y hacer versitos, y la constatación de su fracaso como rey.