La Abuela Dolores, recién liberada tras pasar los últimos seis de sus 82 años en una cárcel en la India por tráfico de drogas, ha vendido en exclusiva su historia, como los artistas, para escándalo de medio país y asombro de la otra mitad.
Una profunda decepción asoló a sus incansables valedores, su sobrina, Carmen Camacho, y la Fundación Ramón Rubial, convencidos por la anciana de que había sido víctima de un engaño al transportar una maleta de unos amigos, desconociendo que dentro había diez kilos de heroína.
A Dolores Ruiz se le cree, o no. Si se le cree, los que le ayudaron a conseguir la libertad no deben enfadarse: el dinero debilita muchas voluntades que han pasado graves penurias.
Hace poco, Joaquín Martínez, condenado a muerte en Florida y liberado gracias a cuestaciones populares para pagar a su abogado, había sorprendido también por vender en exclusiva su historia a una editorial, olvidando a quienes habían hecho las colectas.
Enfadarse o acusar de ingratitud a estas personas pone de manifiesto nuestro oculto egoísmo: en realidad lo que queríamos era ver cómo nos mostraban públicamente su sentido agradecimiento. Ya lo harán, pero, primero, el buen dinero.
Ambos iconos, representación de las víctimas de la injusticia, le han dado un revolcón a nuestra autoestima y nos han bajado del pedestal al que nos subimos como paladines de la bondad.
Ahora, muchos solidarios habrán perdido su inocencia y dudarán mucho antes de ayudar en casos similares.