La primera vez que leí Las edades de Lulú, de Almudena Grandes, me centré más de la cuenta (supongo que le pasó a la mayoría de los lectores) en las impactantes escenas sexuales que la novela cobijaba: masturbaciones, felaciones, sexo anal, tríos, orgías… Todo era tan intenso, tan explosivo, tan perturbador, que de forma inevitable los ojos se engolosinaban en dichas páginas. Pero ese poderoso imán no me distrajo ni un milímetro de una evidencia que se me antojaba incontestable: aquella joven escribía muy bien, extraordinariamente bien. Y eso era (y sigue siendo) lo que me enamora de los libros: la elegancia de su textura literaria, su capacidad para convencerme, la altura verbal que alcanzan.
Ahora, un cuarto de siglo después, vuelvo a la novela y confirmo aquella intuición inicial, que otros libros de la autora madrileña me han ido reforzando en los años sucesivos: es una de las mejores narradoras de España. Pero es que, además, mi segunda visita me ha permitido obtener otra visión de la obra y de su protagonista principal, cuyo nombre completo anota ella misma con tono irónico en la página 223 (María Luisa Aurora Eugenia Ruiz-Poveda y García de la Casa). Lulú es una niña que se enamora. Es solamente eso. Y lo hace del mejor amigo de su hermano, a quien fascinan las lolitas. Por tanto, el esfuerzo amoroso que realiza desde su infancia hasta su madurez (ya ha cumplido los treinta y un años) se concentra en el mantenimiento del “espíritu infantil”. O dicho de otro modo: Lulú se intenta eternizar en su rol de niña. Y, como niña, siempre está dispuesta a realizar investigaciones en el ámbito sexual, es curiosa, no tiene rubor en probar cosas. Ser maleable y permeable es su forma inconsciente de “retener” la atención de Pablo. No quiere reflexionar. No quiere madurar. No quiere salir de ese papel, con el que obtuvo la única felicidad que conoce, al lado del único hombre del que ha estado enamorada.
Pero, al mismo tiempo, sabe que esa actitud revela una inmadurez inquietante, tal vez más peligrosa de lo que ella misma está dispuesta a admitir... Copio un fragmento muy significativo, que reposa entre las páginas 245 y 246 de la obra: “La raya me tentaba, su proximidad ejercía una atracción casi irresistible sobre mí, la llamada del abismo, precipitarme en el vacío y caer, caer a lo largo de decenas, centenares, millares de metros, caer hasta estrellarme contra el fondo, y no tener que volver a pensar en toda la eternidad”.
Si os quedasteis en la parte erótica de esta novela (excelente, todo hay que decirlo) os invito a que la releáis con la mirada puesta en el corazón lleno de lágrimas de Lulú, esa niña desconcertada. Quizá os llevéis más de una sorpresa.