Edición:Galaxia Gutenberg, 2015Páginas:240ISBN:9788416495283Precio:18,90 € (e-book: 13,19 €)
De toda la obra de Pilar Adón (Madrid, 1971) emerge una fascinación por el lado oscuro del ser humano, un lado marcado por la opresión, el miedo, la soledad y el dolor. Esta brutalidad, no obstante, procede de una elegante escritura lírica, que no necesita recurrir al lenguaje soez para mostrar la degradación, física y mental, de sus personajes. Al contrario: Adón es una narradora primorosa, pulcra, sutil. No escribe ninguna frase en vano. Sus palabras se desgranan con cuidado, siguiendo una estructura perfectamente calculada, hasta enredar al lector en sus páginas como la protagonista de esta novela se enreda en la maleza. Una narradora exigente, también, porque su tono profundo, de emociones contenidas, no concede una historia masticada y, como dice Marta Sanz en el prólogo de El mes más cruel(2010), invita a preguntarse «¿Habré entendido bien?». Sus influencias, muy británicas, otorgan a sus textos una atmósfera gótica inquietante, poco frecuente entre los novelistas españoles —Sònia Hernández (Terrassa, 1976), autora de Los Pissimboni (2015), sería otra excepción—. Todas estas cualidades se concentran en Las efímeras (2015), su último trabajo y el más maduro, que llega doce años después de su anterior novela, Las hijas de Sara (2003), aunque durante este periodo ha publicado diversos libros de poesía y cuentos, además de traducir a escritores de la talla de Henry James, Penelope Fitzgerald y Edith Wharton.En un escenario plano, aislado y fácilmente inundable, donde parecían darse la mano la indiferencia y el retraimiento después de haber establecido sus corazas sobre sus habitantes. Porque, al fin y al cabo, de eso se trataba. Ésa era la esencia del orden creado en la Ruche, la comunidad en la que vivían las Oliver: salvar a las especies más frágiles sin permitir ataques externos. Sin factores tóxicos ni competidores por el espacio o el alimento, propiciando las condiciones óptimas para que sus protegidos pudieran crecer y desarrollarse. Decidiendo qué especies sí y qué especies no. En qué numero y en qué cantidad. El ambiente, controlado e inofensivo. El sustrato, nutritivo. La estructura, perfecta.
Las efímeras, que toma su título de unos insectos frágiles y de vida breve, se desarrolla en la llamada Ruche («colmena», en castellano), una antigua escuela libertaria francesa, fundada a principios del siglo XX, que en la novela funciona como una pequeña comunidad rural de inquilinos solitarios, aislados de la sociedad urbana; un espacio donde el tiempo parece no transcurrir, donde su particular concepto del orden no se altera —esta concepción del aislamiento recuerda un poco a Shirley Jackson—. Allí viven las hermanas Oliver, las protagonistas, dos mujeres esquivas, hurañas («Ahí desfilaban las Oliver, sin mirar a nadie pero plenamente conscientes de que no había nadie que no las mirase a ellas», pág. 128). Dora, la mayor, es fuerte, recia; la hermana dominante. Se la suele describir adentrándose en la naturaleza, bajo las encinas protectoras que guardan con celo las rutinas de su hogar. Es a la vez una criatura patética y vulnerable, que en su infancia se reconfortaba con el rezo y ahora proyecta sus miedos en los demás. Violeta, la pequeña, más bella y fina, escribe poemas desde su encierro, como una Emily Dickinson («Esa chica tendría que haberse quedado estancada en el tiempo, en una edad pura y perfecta», pág. 23). Solo que Violeta querría salir, ser libre, y es Dora quien la mantiene encerrada en el cobertizo. Su pecado: verse con Denis, otro hombre de la Ruche.—A mí no me interesa la belleza comúnmente aceptada, ya lo sabes. No me ha interesado nunca. Cuando veo cuerpos perfectos, una piel límpida, el pelo ordenado, las medidas correctas… Son elementos que no me sorprenden. No me conmueven. Prefiero detectar algún descuido. Alguna flaqueza. Los cuerpos impecables no han vivido. En cambio, cualquier vestigio de extrañeza, cualquier sombra en el rostro, me parece una prueba de experiencia. Un indicio de ahogo o de cansancio. Eso es lo que me importa, lo que me impresiona de los demás. Su conocimiento. Su perspicacia. Me interesa lo que han visto y lo que han aprendido. Lo que guardan aquí. —Se llevó un dedo a la frente.Aunque la novela se vertebra alrededor de las dos hermanas, aparece una tercera mujer: doña Anita, que desciende de los directores de la escuela y conserva ese rol en la Ruche. Ella es la persona a quien acudir en caso de necesidad, la que protege el equilibrio, como una abeja reina que organiza su colmena y, con todo, al mismo tiempo es un insecto solitario («Mademoiselle Anita era una mujer calmada. Un ser paciente y artístico. Un ser espiritual.», pág. 46). Las hermanas tienen asimismo su equivalente animal: Dora, una especie de lagarto grande, un bicho repulsivo, quizá peligroso; y Violeta, la oruga que espera convertirse en mariposa. En contraste con las tres mujeres, integradas en el ritmo de la comunidad, hay dos personajes masculinos que rompen el orden. El mencionado Denis, aún más recluido que ellas por la infamia que hundió a su familia; un individuo del que desconfiar. Y Tom, un forastero que se instala en casa de Anita y se dedica a realizar arreglos. Los dos, a su manera, son elementos que hacen peligrar la quietud de la Ruche: Denis, porque se interesa por Violeta; Tom, porque visita con frecuencia a las Oliver y hurga en sus asuntos. Ninguno de los dos tiene miedo, por eso son peligrosos.—No vamos a hablar. De nada. Has llegado hace dos días, como aquel que dice, y quieres cambiarlo todo.—¿Por qué no? Las cosas cambian.—Aquí no.—Aquí también.La novela, de estructura episódica, se divide en capítulos que tienen entidad propia, casi como un relato —Adón es una excelente escritora de relatos, como demuestra en Viajes inocentes (2005, Premio Ojo Crítico) y El mes más cruel(2010, Nuevo talento Fnac)—, y, a pesar de utilizar la tercera persona (salvo en la oración de Denis), se distinguen los hilos individuales de cada personaje. Este desplazamiento del centro revela el complejo engranaje de la Ruche, una protagonista más de Las efímeras. Este aislamiento de la civilización urbana no debe interpretarse como el clásico motivo del regreso a lo rural; de hecho, no se produce ningún «regreso» porque las hermanas han permanecido siempre ahí. La autora, curtida en lecturas de Henry David Thoreau y John Fowles, plantea una concepción «salvaje» de la naturaleza. Lo rural no se presenta como apacible, ni como un añorado pasado remoto —como sucede en algunas obras recientes de escritores españoles, como Por si se va la luz (2013), de Lara Moreno—, sino que impone sus propias reglas. Abundan las metáforas que ponen al ser humano en la misma categoría que un animal o un organismo vegetal; los personajes se funden en la naturaleza, en sus ciclos —y aquí es inevitable recordar su cuento «El infinito verde», de El mes más cruel—. Esta percepción otorga una condición «repulsiva» al ser humano, lo convierte en un ser humano-bestia.Su padre solía decir que el ser humano no era más que una bestia condenada a pensar. Una bestia con una herramienta mental que hacía de ella algo único, pero que no se dejaba controlar lo suficiente, que se entregaba sin manual de instrucciones y que, además, actuaba por su cuenta la mayor parte del tiempo, sin el beneplácito de la atónita bestia que no sabía cómo detenerla cuando se ponía a interpretar sus propias melodías y que simplemente podía asistir a sus variaciones, a sus repentinas estridencias, esperando que el sonido volviese pronto a resultar acompasado, conocido, sin más alteración. Sin más perturbaciones ni sorpresas.En plena sintonía con este ambiente opresivo, Adón construye una red de relaciones que se comprende muy bien a partir de lo que Michel Foucault llamaba «relaciones de poder»: el poder siempre está presente en las relaciones, siempre se marca el elemento dominante, el que tiene el control y trata de guiar el comportamiento del otro (como hace Dora con su hermana Violeta). Ahora bien, estas relaciones no permanecen estáticas, dado que los sujetos tienen la posibilidad de rebelarse, de intercambiar los papeles, siempre y cuando quieran hacer valer su libertad. De eso va Las efímeras: de personajes que temen que su orden se rompa y de personajes dispuestos a romperlo, a darle la vuelta. Sin estridencias ni recursos efectistas: son los viajes interiores los que transforman a los personajes; no necesitan que les ocurra nada extraordinario por fuera. La religión tiene mucho que ver en esta concepción del miedo: los personajes se han criado bajo los preceptos cristianos, que condicionan su imaginario, su forma de estar en el mundo. El miedo va ligado a la represión, a los remordimientos. En la Ruche tienen unos «mandamientos», Denis reza una oración que se reproduce en un capítulo. Sin hablar abiertamente de religión, sin exponer una crítica explícita, Adón muestra cómo esta moldea el pensamiento, nos hace más frágiles, porque el miedo que impone conduce a la fragilidad. Sin embargo, en la naturaleza, la ley del ser humano se pervierte para imponer la ley del más fuerte. Esta confrontación entre el apego a la tradición de la Ruche y la transgresión inminente es el núcleo de la novela.A veces se tenían dos caminos a elegir, dos pasos abiertos, y se sabía que uno era el adecuado, el que no daría ningún problema, el camino de la tranquilidad y la certeza, mientras que el otro sólo conduciría a la indefensión y a lo desconocido. Se podía advertir de antemano cómo era cada uno de ellos: uno propicio y el otro no. Y no obstante, olvidándose de ese conocimiento, de esa información, había quien se empeñaba en alcanzar la meta que menos le convenía. A ella se lanzaba. Dirigiéndose de manera consciente hacia el destino menos favorable, que lo era no por la llegada en sí misma ni por lo que pudiera haber al otro lado, sino por el trayecto que habría de recorrerse de forma ineludible. Y ahí estaba ella. En ese trayecto repleto de ramas que se interponían ante sus pies y de animales que arañaban el suelo.
Pilar Adón
Quien ya haya leído Las hijas de Sara habrá detectado numerosos rasgos en común entre las dos novelas: temas como el miedo, la opresión, la dominación y el aislamiento, el protagonismo de dos hermanas, un entorno asfixiante (en el primer caso, el norte de África), resonancias bíblicas. En cierto modo, Las efímeras puede considerarse una versión mejorada de Las hijas de Sara, además de ser uno de los libros más importantes de la narrativa española de los últimos años. En ambas historias, al igual que en el resto de su obra, Adón se caracteriza por la dureza con que trata a sus personajes —personajes solos, afligidos, egoístas, tiranos, brutales—; no se compadece de ellos, no es amable, no busca un «consuelo». Escribe desde una contención emocional brillante, que sugiere más que no muestra, y en sus textos convive el esplendor (de su prosa excepcional, de los paisajes que evoca) con un desasosiego profundo (de los protagonistas, de su relación con el exterior). Quizá este desasosiego es lo que la conecta a ella, una escritora tan inglesa, tan clásica, con el presente. Al fin y al cabo, no hace falta estar en un lugar como la Ruche para notar las cadenas que nos mantienen presos, de los demás o de nosotros mismos.Citas en cursiva de las páginas 19, 207, 80. 129 y 205-206.