Una de las tácticas más temidas de los Tercios españoles fueron sus constantes encamisadas: incursiones nocturas de carácter ligero encaminadas a ocasionar un daño lo más mortal posible. Los asaltantes se tocaban con sus características camisas blancas con el aspa roja bien visible con el propósito de ser reconocidos por sus propios compañeros. Atacaban como felinos en la noche, ocasionaban el mayor daño posible y huían dejando atrás un campamento envuelto en caos. Aquí os dejo un extracto de ¡Que vengan cuando quieran!, donde se relata una de los múltiples encamisadas que el Tercio de Castilnuovo realizó contra los Turcos durante el asedio.
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“Anochecer del 16 de Julio de 1539
El Maestre había decidido enviar sus saludos a las tropas recién llegadas, como era habitual entre los tercios españoles, así que no existía en aquel Tercio un oficial con las suficientes agallas como para apartar a Domingo de Sevilla, y por ende a su cuadrilla, de la encamisada planeada para aquella noche; aunque sus camaradas de bandera, hidalgos vizcaínos de reputación intachable, terciaron duras palabras contra el sevillano y sus compañeros cuando la noticia se extendió como la pólvora entre la guarnición. El capitán Machín de Munguía se vio en la obligación de solicitar al Maestre la merced de añadir otra cuadrilla más al reducido número de componentes del asalto nocturno, en este caso compuesta por sus mejores soldados vizcaínos. No hubo objeción alguna por parte de los capitanes del resto de banderas puesto que, aunque si bien disponía a la bandera del vizcaíno con mayor número de soldados en la refriega, su bravura y buen hacer serían bienvenidos en el fragor del combate.
—Jeireddín no daría crédito —apuntó Rubén con una mueca en el rostro al recibir la noticia de la inclusión de los vizcaínos—. Cercados como estamos por una marea de enemigos, y nos peleamos por ser los primeros en cruzar nuestras balas con los turcos, más preocupados de que el mérito del combate no recaiga sobre nuestro vecino antes que de salvar el propio pellejo.
—Así luchamos, amigo —replicó Domingo mientras contemplaba el firmamento con los brazos cruzados—. Estoy harto de cargar piedras y maderos: quiero combatir de una maldita vez.
La cuadrilla aguardaba la llegada del cabo Dorlik junto a la puerta del Castillo Alto. Todos vestían una camisa blanca con un aspa carmesí cosida en algún tramo de la tela, dos pistolas bien cebadas, toledana y dos vizcaínas cruzadas en la zona posterior del cinto, bien dispuestas para ser extraídas con rapidez. Diego se había rapado la cabeza y, excepto él, todos sus camaradas se cubrían con sendos pañuelos de distinta índole y pulcritud. Debajo de las camisas se protegían con sus coletos habituales, pues si bien la encamisada exigía vestir la prenda blanca con el propósito de distinguir al camarada del enemigo, no era óbice para descuidar su pellejo. El Obispo Jeremías les había recibido en confesión, absolviéndoles todos sus pecados, así que el grupo se mantenía en un silencio cargado de tensión roto por las palabras de Rubén y Domingo. Martín tomó un pellejo de agua y se enjugó la boca reseca.
—Si Jeireddín conociese nuestras intenciones, tampoco se las creería —añadió mientras le tendía el pellejo a Diego—. Así que tengamos la deferencia de no mentar al Turco.
—Si les place a vuestras mercedes —replicó Domingo con voz ronca—, mentaré a la madre que les parió esta noche con todas mis fuerzas.
—Me place —contestó Rubén de Barra. Observaba a una pequeña figura que caminaba hacia ellos, y torció el mostacho al distinguir el rostro del cabo Dorlik—. Y a él seguro que también le place.
El cabo inclinó la cabeza, a modo de saludo, y les ordenó en voz baja que le acompañaran, como si temiese que el enemigo percibiese sus palabras. Avanzaba a grandes pasos cubierto por una camisa muy holgada que a buen seguro ocultaba su coleto de cuero tachonado. Se detuvieron junto a una de las puertas laterales de la Ciudadela, donde un grupo de soldados se encontraba revisando sus armas y protegiéndolas con paños para evitar levantar ruidos delatores. La cuadrilla hizo lo propio, y con todos sus componentes revestidos de lienzo y lana traspuso las puertas en silencio, aunque Martín escuchó algún rezo ahogado entre dientes susurrado por alguno de sus camaradas. Un centenar de camisas dejó atrás los muros de Castilnuovo amparados por el manto de la noche.
El campamento enemigo se encontraba lejos del alcance de la artillería defensora ya que aguardaba la llegada de las tropas terrestres para cerrar el cerco por completo, sin temer la llegada de socorro cristiano, puesto que ni por mar ni por tierra podrían encontrar aliado alguno en cientos de kilómetros a la redonda. Los centinelas se distribuían a lo largo del perímetro en media docena de postas iluminadas por la luz de sendas fogatas, pero nada pudieron hacer ante la marea de hombres surgida en la noche y que se cernió sobre ellos casi al unísono. Eliminados de aquella manera los únicos capaces de dar la voz de alarma, los cien españoles desenvainaron sus armas y se precipitaron a la carrera hacia el campamento desprotegido.
Martín cargó a pocos metros de la espalda de Domingo y del cabo Dorlik. Algunos de los herejes, los soldados de más baja condición, dormían al raso junto a tiendas y pabellones; de manera que los cristianos comenzaron a degollarles como una enfermedad silenciosa. Al poco tiempo los gritos, alaridos y maldiciones en idioma árabe comenzaron a resonar en el lugar como una dulce sinfonía para los oídos de los atacantes. Martín, Rubén y Diego combatían alineados a pocos metros entre sí, prestándose auxilio cuando procediese y siempre vigilándose las espaldas. Al cabo de pocos minutos las figuras de Domingo y del cabo se confundieron entre el desconcierto levantado por los atacantes, lo cual les proporcionaba aún más ventaja sobre sus enemigos, quienes eran incapaces de evitar sus mandobles. El fuego comenzó a devorar las lonas de las tiendas, de manera que los alaridos de sus moradores eran silenciados por el acero cristiano que aguardaba en el exterior tan presto a cazarles como si de acosar conejos en sus madrigueras se tratase.
Habían perpetrado un ataque tan feroz y brutal, destinado a mostrar al Turco la verdadera dimensión del enemigo al que atacaban, que los cien encamisados regresaron a la seguridad de los muros de la Ciudadela cubiertos de sangre hereje y con las pistolas aún cebadas. Toledanas y vizcaínas habían brillado aquella noche, una más entre las habituales encamisadas de los tercios españoles, y habían reducido a fuego y cenizas el campamento de doscientos soldados turcos. Empero, ninguno de los asaltantes demostró más emoción que la de haber regresado con el pellejo intacto, muy conscientes de que se avecinaba una tempestad como jamás habrían sido capaces de imaginar. Habían aplacado su sed de combate.”