Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial en Europa, con la derrota total de Alemania, los vencedores pusieron en práctica una iniciativa que venían barajando desde años antes: instituir un Tribunal que enjuiciara los crímenes de guerra de los nazis, idea que se vio reforzada cuando se constató la magnitud de la matanza sistemática al pueblo judío, para el que se había organizado una red de campos de exterminio sostenida por una inmensa burocracia. La idea de procesar a los principales criminales era nueva: por primera vez en la historia las potencias vencedoras se atribuían de manera unilateral el derecho de juzgar al enemigo vencido, algo que estaba en contra del principio general de irretroactividad de la ley penal. Pero es que las circunstancias eran especiales y dramáticas, el mundo no podía dejar sin castigo el mayor de los genocidios que ha conocido la historia, ni la agresión a países neutrales, ni el tratamiento a los pueblos sometidos obviando los más elementales derechos humanos, ni otros muchos actos de barbarie que caracterizaron el paso de los nazis por la Europa conquistada. En buena parte, el proceso de Núremberg era un ajuste de cuentas jurídico, pero también moral y ejemplarizante.
En Las entrevistas de Núremberg se recoge un documento único: la transcripción de las conversaciones que mantuvo Leon Goldensohn, psiquiatra del Ejército Estadounidense, con los principales encausados en este proceso. El espíritu con el que se realizaron estas entrevistas era más científico que médico o judicial. Goldensohn veía en ellas una oportunidad única de explorar las auténticas motivaciones de quienes eran considerados por la opinión pública como una especie de criminales degenerados:
"Goldensohn compartía la creencia, generalizada en la época, de que los dirigentes nazis sufrían una especie de "patología", y, pese a la amabilidad en el trato, estaba especialmente interesado en encontrar una explicación a sus "depravaciones"".
Los encuentros - siempre en la celda de los acusados - fueron en la mayoría de las ocasiones conversaciones cordiales, muy bien acogidas por los acusados, puesto que veían en ellas la oportunidad de explicar su punto de vista acerca de su papel en el régimen nazi en un ambiente más relajado que el del tribunal. Casi todos ellos manifestaban casi de inmediato su inocencia y se retrataban a sí mismos como víctimas de un sistema que les reclamaba obediencia absoluta y ciega. Algunos aprovechaban para contar historias acerca de judíos a los que habían salvado y, cuando se les preguntaba acerca de su actuación en algún caso concreto, respecto al que se contaba con documentación, solían responder con evasivas. Solían coincidir también en atribuir toda la responsabilidad de lo sucedido en las personas de Hitler, Himmler, Goebbels y Bormann, todos ellos fallecidos o desaparecidos. "¿Qué podía hacer yo?", se lamentan todos en un discurso que va desde lo cínico a lo patético. Una excepción la constituyó Rudolf Höss, comandante de Auschwitz, que no tenía reparos en admitir su responsabilidad en la muerte de millones de personas pero, eso sí, justificando su actuación en la obligación de cumplir órdenes:
"Le he preguntado que cuantas personas habían sido ejecutadas en Auschwitz en todo ese tiempo.
- El número exacto es difícil determinarlo. Yo calculo que alrededor de dos millones y medio de judíos.
- ¿Sólo judíos?
- Sí
- ¿Y eso qué le parece?
Höss se queda impávido e indiferente. Le repito la pregunta y añado si a él le parecía bien lo que ocurría en Auschwitz.
- Yo recibía órdenes personales de Himmler.
- ¿Protestó usted alguna vez?
- No podía hacerlo. Las razones que me daba Himmler las tenía que aceptar.
- En otras palabras, ¿usted cree que estaba justificado matar a dos millones de hombres, mujeres y niños?
- No es que estuviese justificado, pero Himmler me dijo entonces que si no se exterminaba a los judíos , el pueblo alemán sería exterminado para siempre por los judíos.
- ¿Cómo podían los judíos exterminar a los alemanes?
- No lo sé, eso es lo que dijo Himmler. Himmler no me lo explicó.
- ¿Usted no tiene opinión propia?
- Sí, pero cuando Himmler nos decía algo, era tan correcto y tan natural que nosotros obedecíamos sin cuestionarle.
- ¿Tiene usted algún sentimiento de culpa por todo ello?
- Sí, ahora, naturalmente, me hace pensar que no fue correcto hacerlo."
La conversación con Höss haría pensar en ese famoso término acuñado por Hannah Arendt en su estudio Eichmann en Jerusalén, esa banalidad del mal que tan bien define al funcionario típico nazi, que no se planteaba en muchas ocasiones si lo que estaba haciendo era o no correcto, sino que asumía su condición de pieza de un engranaje consagrado a un fin superior que controlaban personas más inteligentes que ellos y los que se debía obediencia absoluta. En este sentido, Las entrevistas de Núremberg es una colección de testimonios de criminales prisioneros que, con tal de salvarse, son capaces de justificar lo injustificable sirviéndose de un discurso retorcido e interesado. Un libro de historia muy recomendable si se quiere conocer un poco mejor a los inductores y ejecutores de la mayor desgracia acaecida sobre Europa, cuyo enjuiciamiento se produjo justamente hace setenta años.