Revista Viajes

Las etiquetas que nos pegamos en la frente

Por Pilag6 @pilag6

En julio termine de escribir un libro de relatos de viajes. Y, aunque para mí es un Gran Logro, no me hizo sentir como creí que lo haría. Liviana, tranquila, apacible. Terminar me hizo sentir aun peor de lo que ya me sentía antes (cuando lo escribía y cuando no lo escribía). Más cargada, más vacía.

A veces siento que las situaciones me superan.

Esta es una de esas veces.

Las etiquetas que nos pegamos en la frente

Mientras estaba en sentía que estaba llegando a un punto final de una etapa de mi vida. Pensaba que mis viajes se iban a acabar y que ese día se acercaba. No iba a poder vivir para siempre de esa manera. Aún si continuaran los pasajes de aviones, los trabajos a cambio de una cama, tampoco tendría el poder de llamarme a mí misma "viajera". Nadie responde a la pregunta ¿qué haces para vivir? con esa palabra. No existe una manera de contestar: Soy viajero, sin tener que dar explicaciones inacabables e inentendibles.

Sentía adentro mío que debía buscar una profesión de una sola palabra. Como modista, enfermera o escritora. Si, Escritora. Una respuesta irrefutable.

Como yo era una lectora incansable, sería fácil ponerme del otro lado de la mesa. Tomar el lápiz, dibujar una Hache, una A. Estaba feliz porque había encontrado un propósito y un significado a mi vida. Iba a ser una escritora. Tomé la decisión. Y no sólo eso. También le puse un plazo. Me dije a mí misma: en cinco años voy a ser una persona que sepa llegar a la gente con sus palabras. Voy a ser digna de leer.

Pasó más de un año de esa declaración. Y si bien no se cumplieron los cinco, todavía no apareció ese escritorio pegado a una ventana con montañas dibujadas a lo lejos. Tampoco el café perfecto o el té oportuno. Esa biblioteca alcanzada por el sol otoñal de las cuatro de la tarde. Esas frases inteligentes, esas palabras perfectas. Nada de eso. Esa imagen de escritora está muy lejana a materializarse. Tanto, que se siente imposible.

Entonces surgió la idea de un libro. Ese pegamento que adheriría a mi frente la etiqueta que me propuse obtener un año atrás.

Fiel a mi naturaleza, todos los días me siento a escribir. Todos los días la papelera de reciclaje se llena de palabras borradas. Palabras forzadas que no reflejan lo que está dentro de mí. Trash y al tacho, porque eso no sirve.

Los párrafos se acoplan uno debajo del otro. Pero nada me conforma, porque nada suena natural, bonito, cercano. Mis palabras son como hormigas que devoran la planta de jazmín blanco del jardín. Oscurecen las ideas claras, los rincones iluminados.

Las etiquetas que nos pegamos en la frente

Los días pasan como una producción en cadena de una fábrica monstruosa. Cuando llega la hora de acostarse, es el momento de realizar el control de calidad y verificar que el día pase la prueba.

  • A la Mañana: Escribí un artículo y lo edité. Está listo para agregarle imágenes y luego para publicar.
  • A la Tarde: Mande un CV para conseguir un trabajo en el que me paguen.
  • A la Noche: Leí unas diez hojas de un libro de Fontanarrosa.

Fue productivo. Me convenzo que sí. Que hice algo para estar más cerca. Que voy a ser una buena escritora algún día. Que no voy a ser tan mediocre y que no voy a sentir vergüenza cuando lea lo que escribo. Lo digo, lo repito. Me escucho. Y me convenzo.

Cuál podía ser mi profesión salvavidas en caso que lo de ser escritora no me salga bien. Tal vez podría dedicarme a la edición. Trabajaría en una editorial. Podría llegar a leer al próximo García Márquez. O podría tomarme la vida alejada de las grandes corporaciones, dedicarme a la fotografía. Sacarles fotos a nenes en sus cumpleaños. A las chicas cuando llegan a los quince. Tal vez sea mejor un trabajo como docente, ya lo hice antes. No sería difícil reinsertarme. Ser profesor, ser un ejemplo a seguir, ser un mentor para mis alumnos.

Caigo en la realidad. Son las dos de la mañana. Me pongo los auriculares y escucho programas viejos de Dolina para poder dormir.

Los viernes llegan como tormenta con granizo, y mientras el resto de la humanidad festeja, yo sufro porque no pude corregir ni una sola de las páginas de mi libro. Ya debería haber comenzado con la etapa de edición. Momento en el que se maquilla lo escrito, se le pone un poco de brillantina y polvo de ángeles para tapar los granitos. Después se lo publica, se lo imprime y fin de la historia. Pero no puedo. No puedo ni abrir el archivo en el que está guardado, porque sé que no me va a gustar lo que lea. Porque ya lo hice y no me gusta. No-me-gus-ta.

Nadie te prepara para la soledad de las hojas. Nadie te dice cuanto duele esa soledad de las palabras. Esa soledad de perseguir la zanahoria tendiendo de un hilo, al final de la rama.

Las etiquetas que nos pegamos en la frente

Siento que avanzo todo el tiempo hacia una pared con una puerta oculta que no voy a poder encontrar, porque sólo los iluminados lo hacen. Tal vez llegué a mi límite. Tal vez esto sea demasiado para mí. Tal vez tenga que dejarlo ir. Dejarlo ser. Dejarlo macerar un tiempo. Unos meses. Unos años. Que se llenen de polvo las páginas. Que cobren sentido las palabras. Que ser escritora no se convierta en un sueño imposible. Porque a veces siento que no puedo con este mundo. Que vivir duele demasiado. Y que no me gusta sentir este dolor. Aunque sea lo único que me haga sentir viva. Ahora entiendo porqué muchos eligen no continuar. Abandonar sus sueños. Pero no importa que sea dolor. O felicidad. Siento algo acá adentro. Y eso sólo significa una cosa. Existo.

Sé que llegó el momento de despegar tanta etiqueta que pegué en mi cabeza durante toda mi vida. La de la buena hija, la de la buena estudiante, la de la buena amiga, la de la buena persona.

Hoy no necesito ninguna otra etiqueta que la existencia misma.

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