"Esto es lo que me contaron. Una tarde de septiembre del año 1985 un hombre fue tiroteado en el umbral de su casa, en una ciudad de Bizkaia. Su hijo, de diez años de edad, también resultó herido y murió en el hospital dos días después, sin haber recuperado el conocimiento. La mujer del difunto, y madre del niño, los encontró al regresar del supermercado; el hombre caído de bruces sobre un charco de sangre en el zaguán, frente a la puerta de entrada; a pocos metros el niño, tendido de espaldas. El hombre presentaba seis impactos de bala, dos de ellos mortales; tenía la cara completamente desfigurada. Al niño le alcanzó una única bala en la frente. La mujer sufrió una crisis nerviosa y tuvo que ser hospitalizada. No supo, no le dijeron, que su hijo había fallecido hasta al cabo de una semana. El niño agonizó, solo, durante cuarenta y ocho horas en la unidad de cuidados intensivos. La otra hija del matrimonio se hallaba en el extranjero cuando sucedieron los hechos".
Esto es lo que le contaron y lo que nos cuenta María Ortega nada más comenzar la novela que os traigo hoy. Es un comienzo impactante y potente, como habréis podido observar, en el que yo me quedo colgada de ese No supo, no le dijeron, [...] hasta [...] y de ese otro El niño agonizó, solo, [...].
Nos seguirá contando más cosas María: sobre un testigo que tal vez viera huir a los perpetradores de la matanza, sobre las noticias aparecidas al respecto en los diarios, sobre la para nada concluyente investigación policial. Teniendo en cuenta el tiempo y el lugar de los asesinatos, no es difícil pensar en ETA, máxime cuando el hombre tiroteado era policía nacional (también corría el rumor de que pertenecía a los GAL). Sin embargo, la banda terrorista, al contrario de lo que solía hacer en tales casos, no reivindicó el atentado, y como 1985 fue un año cruento para las víctimas del terrorismo abertzale, el hombre y el niño resultaron eclipsados por otros atentados y terminaron por caer el olvido.
Pero María Ortega no ha olvidado. Nos sigue hablando del hombre, del niño y de la respectiva esposa y madre. Nos dice "Esto lo sé porque yo conocía a la familia", pero no nos aclara cuál es o era su relación con ella. Y tampoco es que cuente demasiado de sí misma. Sabremos que es inspectora de ascensores y que antes de eso fue profesora de Historia, que la expulsaron del centro en el que daba clases por las arengas antipatrióticas que soltaba a los alumnos y que los padres de estos consideraban doctrinarias. Y es que a María le "pone los pelos de punta el lema "Patria o muerte"", pues no puede evitar pensar que "quien está dispuesto a morir por la patria suele estarlo a matar por ella".
""El nacionalismo es el opio del pueblo", les decía yo a mis alumnos [...], "el nacionalismo es por definición excluyente, xenófobo, producto de un delirio colectivo, de un malsano orgullo geográfico y de un odio feroz al otro, el enemigo. ¿Qué mérito tiene haber nacido aquí o allá?", preguntaba, retóricamente, a mis pupilos. "Es puro accidente. ¿Cómo puede determinar la identidad de nadie? El Estado nación es un invento infame, fruto de las divagaciones de algunos filósofos alemanes, y el Volksgeist, el supuesto espíritu del pueblo, una sandez muy peligrosa en la que creían Hitler, Mussolini, Franco y todos los fascistas que en el mundo han sido. No hay patria buena, la patria mata, espero que nunca se os pase por la cabeza morir por la patria", les advertía, les suplicaba, y terminaba citando al escritor inglés E. M. Forster, quien escribió: Si tengo que elegir entre traicionar a mi país y traicionar a mi amigo, espero tener las agallas de traicionar a mi país".
Pero María no está escribiendo para que sepamos en qué consistía lo que les decía a sus alumnos, sino que sigue dándole vueltas a ese presunto crimen de ETA sin aclarar con el que ha arrancado su relato. Así, al hilo de ello, nos cuenta sobre más atentados de la banda armada y menciona a algunos de sus terroristas. Comienza a hablarnos de Idoia López Riaño, la cual fue una terrorista mítica de ETA que ingresó muy joven en la banda y tenía un hambre voraz por demostrar su compromiso y su valía, ya que su origen no vasco y el hecho de ser mujer requerían que se esforzara el triple que sus compañeros varones. Y es que aunque "la lengua vasca es una lengua feminista, en euskera no hay géneros, [...] los militantes de ETA y sus dirigentes de feministas no tenían nada".
A Idoia se la conoce como la Tigresa, un sobrenombre que probablemente le debe más a la fama de seductora de la terrorista que a su sanguinario currículum dentro de la banda. Sí, sanguinario, no me corto al calificarlo así porque el caso es que "hay hechos reales y hechos alternativos, hechos alegados y hechos probados, hechos cuestionados y hechos indiscutibles, hechos venturosos y hechos jodidos. No siempre los hechos indiscutibles son jodidos, pero sin excepción los hechos jodidos son indiscutibles", y las veintitrés personas que asesinó Idoia López de Riaño, algunas de ellas siguiendo el mismo modus operandi con el que, a tenor del testimonio de ese único testigo, se llevó a cabo los dos asesinatos con los que comienza tanto esta reseña como el libro en ella reseñado, esos veintitrés asesinatos que cuentan en el haber de la terrorista, como iba diciendo, son hechos tan indiscutibles como indiscutiblemente jodidos. En cuanto a lo demás, "la Tigresa es un personaje de leyenda y las leyendas se componen de verdades, medias verdades, exageraciones y fantasías". A la leyenda de la Tigresa -todo hay que decirlo- contribuyó sin duda y de manera destacada el atractivo físico de Idoia: sus ojazos azules, su larga y rizosa negra melena, su incuestionable presencia. Como si fuese más imperdonable ser una mujer guapa asesina que ser un asesino o asesina de aspecto anodino.
Son esas verdades, medias verdades, exageraciones y fantasías las que María Ortega va recolectando y encajando. Y es que esa narradora que apenas cuenta nada de sí misma no ahorra palabras para retratar a Idoia y seguir su trayectoria. Pareciera que estuviera obsesionada con la terrorista. Tanto es así que en un momento dado de la narración la propia Idoia la interrumpe (sacándome momentáneamente de la lectura) y le espeta en cursiva un "Qué sabes tú de mí, María Ortega, no sabes nada".
A partir de ahí, María Ortega e Idoia López de Riaño irán intercalando sus voces dándose una a otra la réplica en la narración. Pero esto que os estoy contando tan solo es el primer capítulo de Las fieras. En el segundo (qué maravilla de capítulo), el registro y los personajes cambian, así como la voz narradora que pasa de la primera a la tercera persona. Además, la historia ya no nos es contada de manera retrospectiva sino en tiempo real. Estamos en 1981 en un día que se convertirá en histórico y que pasará a ser conocido como 23F, pero, de momento, a quien nosotros estamos conociendo es a una adolescente de unos dieciséis años que está manteniendo su primera relación sexual y de la que sabremos más tarde que se llama Miren. A Miren le iremos siguiendo la pista en diferentes momentos que se nos van relatando de manera alterna con los capítulos narrados por María Ortega e Idoia López de Riaño (hasta que esta última se enfada por sus discrepancias con María y la deja plantada saliéndose de la narración) y por otros también narrados en primera persona por un tal Amadeo, compañero de trabajo del padre de Miren.
Las fieras es una novela de ficción que no solo está ambientada en un contexto histórico real sino en la que el propio contexto, a través de personajes y hechos reales, se entremezcla en la trama de ficción y es coprotagonista de la misma. Es real Idoia López de Riaño. Son reales sus veintitrés víctimas mortales. Son reales los atentados que se mencionan en esta novela a excepción de ese primero con cuya narración la misma comienza. Es real mucho de lo que nos cuenta Amadeo, aunque él sea un personaje de ficción, como también lo es María Ortega, como también lo es Miren, quien, paradójicamente, para mí es la más real de todos. No sé si es la distancia que otorga la tercera persona a la narración de los capítulos que este personaje protagoniza. No sé si es la libertad que ofrece la ficción en esos capítulos en los que, a excepción del realísimo y logradísimo contexto, toda la trama es ficción. Los narrados por María Ortega y Amadeo, en cambio, mezclan la trama ficticia con hechos reales. Clara Usón urde esa mezcla con solidez y acierto. Es obvio que ha habido una ingente labor de documentación por parte de la autora. Nos resultan obvios según vamos leyendo qué hechos fueron reales y cuáles son ficticios. Sin embargo, la mezcla conseguida no es nada obvia, sino que la narración fluye como si los hechos ficticios no fuesen ficticios sino simplemente anónimos y toda la trama fuese real. Aun con todo esto que es muy difícil de conseguir, literariamente pienso que son superiores los capítulos protagonizados por Miren. Creo que la escritora catalana brilla especialmente en esa distancia que proporciona la tercera persona y en esa libertad que ofrece la ficción antes mencionadas. Y digo esto teniendo también en cuenta los otros dos libros de Usón que he leído con anterioridad a este, los cuales, por cierto, aunque sin la alternancia de registros narrativos de este, tienen sus propias dosis de hechos reales, y son, por si sentís curiosidad, La hija del este (mi favorito de la autora y también -y sin desmerecer a los otros- en mi opinión el mejor) y El asesino tímido.
No creáis a tenor de lo que os acabo de decir que los capítulos narrados por María y Amadeo no tienen interés. Al contrario, son necesarios para ponernos en antecedentes de lo que fue el conflicto vasco, de lo que supuso la ETA, de lo que supusieron los GAL, amén de para ir añadiendo datos que nos permiten ir resolviendo la trama principal. Y no solo es necesario lo que se nos cuenta en esos capítulos sino también los personajes que ostentan en ellos la voz narradora. La ficcionalizada Idoia y el ficticio Amadeo son dos personajes en las antípodas. La primera es una terrorista; el segundo, un facha en toda regla. Ambos provocan rechazo en el lector (y no solo a priori, por lo que representan, sino por sus manifestaciones y excusas a lo largo de la novela), y, sin embargo, en sus respectivos discursos nos encontramos por momentos con aspectos que no podemos rechazar del todo y que, de alguna manera, incluso podríamos compartir.
En cuanto a María Ortega, ella es necesaria para darle sentido a la trama. Ella es el hilo conductor de la novela. Comenzamos a leerla queriendo saber qué tiene ese personaje que ver con el atentado ficticio. Seguimos leyendo preguntándonos qué tiene Miren que ver con María y con todo lo demás. A medida que avanzamos vamos cubriendo lagunas y acercándonos hacia una resolución sin fallas. Sabremos también por fin del porqué de la obsesión de María Ortega por Idoia López Riaño.
"[...] y qué me importa a mí, la inspectora de ascensores, que una terrorista de ETA fuera indisciplinada, si cuando hacía daño era al observar la disciplina, apretando el gatillo, colocando en el lugar indicado el vehículo repleto de amonal o activando el temporizador del explosivo, no debería importarme pero me importa. Hannah Arendt acuñó la expresión la banalidad del mal, pero esto es incluso peor, el capricho, la frivolidad del mal. Quiero pensar que la persona que una tarde de septiembre de 1985 disparó el tiro que alcanzó en la frente a un niño en el zaguán de un piso de Barakaldo era un ser fanático poseído por el dogma (y por el odio, que es el reverso del dogma), no una locuela sin cabeza a quien daba igual una cosa que otra, porque si ella es frívola, ¿dónde quedo yo?"
La banalidad del mal es, efectivamente, una expresión que dejó acuñada la filósofa e historiadora Hannah Arendt para el imaginario colectivo y con la que nos explicamos las atrocidades cometidas por el ser humano que no alcanzamos a (o no queremos) comprender. El capricho y la frivolidad del mal es algo que se le pasa por la cabeza a María Ortega al pensar en Idoia López Riaño pero que rápidamente se apresura a descartar. La aleatoriedad y la imprevisibilidad del mal es, en cambio, en lo que pienso yo al leer la cita sobre estas líneas en el contexto de la historia que narra esta novela.
Las fieras es una novela sobre la culpa que, por el camino, nos ofrece un impecable retrato del País Vasco de la época tanto a nivel político, como social y generacional, así como una revisita a la leyenda de La Tigresa bajo un foco feminista. En cuanto a la culpa, nos ofrece un matiz sobre la misma en el que nunca se me había ocurrido pensar, pero que me parece muy interesante. Es el que sigue:
"A mi parecer, las fases de la culpa son idénticas a las del duelo (al fin y al cabo, la culpa es un sentimiento de duelo por la persona que fuimos, que ya no seremos)".
Y continúa esa cita enumerando las fases del duelo: "Negación, ira, negociación, tristeza, aceptación, restablecimiento". Y a continuación de esa última fase de restablecimiento se nos advierte entre paréntesis de que "esta última no, nunca hay restablecimiento". Y yo leo esta novela y pienso que para algunos culpables ni siquiera hay aceptación, ese admitir sin excusas que "eso que hice soy yo y no hay vuelta de hoja". Tal vez para algunos ni siquiera la tristeza está permitida porque antes habría que negociar, y antes de eso habría que dejar salir una ira que algunos culpables silencian porque viven instalados en la negación, porque "cuando la culpa excede de lo que uno puede soportar o asumir, la reacción inmediata es transferirla a otro, buscar un chivo expiatorio" porque "la culpa se empoza en la sombra, vayas donde vayas, vas con tu sombra" y como "no es concebible el futuro con una sombra tan negra y tan larga, lo único que se puede hacer es acortarla, aligerarla" para poder así jugar a sentirse libres, exentos de una culpa que ya es culpa de otros y así esos algunos culpables se erigen en falsos dolientes y se reinventan en víctimas. No, "no puede reconocer su pasado de victimaria quien se ha reinventado como víctima".
Clara Usón dedica esta novela a los que dudan. Me gusta esa dedicatoria porque me gusta la gente que duda. Recelo de las personas que enarbolan verdades categóricas. La verdad siempre es compleja y poliédrica. La verdad es exigente, a menudo contradictoria y en ocasiones pienso que inalcanzable. Las verdades simples, en cambio, son trampas que se vende al mejor postor. En todo caso, por la verdad, como por la patria, nadie debería estar dispuesto ni a morir ni a matar.
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