Revista Cultura y Ocio

Las flores de la novia

Por Orlando Tunnermann
LAS FLORES DE LA NOVIALAS FLORES DE LA NOVIA

Las mesas octogonales del gran salón pompeyano del hotel Capri estaban elegantemente revestidas con manteles blancos y dorados, bordados con cenefas y estampados que mostraban recios fustes dóricos que culminaban en capiteles corintios; en los cuales se abrazaban los tentáculos trepadores de una hiedra.
Melania se detuvo espantada ante la mesa honorífica de su hija Valeria y su recién estrenado esposo, Carlo Bonnardi.
Alguien, un patán obtuso sin duda, había cometido la desmañada negligencia de sustituir las rosas, lirios y claveles por un horrendo centro de flores naranjas de aspecto ramplón. Además, entre los chabacanos pétalos resecos había unas “canicas” cristalinas interconectadas con una especie de fino hilo de cobre retorcido.
Brillaban aparentando fúlgida esencia diamantina, pero era evidente la impostura. Aquellos burdos pedruscos de vidrio eran saldo de mercadillo.
Disimuladamente lo tomó entre sus manos enguantadas de tul, no sin cierta aprensión y desmedido repulgue, y lo trocó por un esplendoroso ramo de rosas, dispuesto en una mesa recoleta junto a la majestuosa entrada de puerta ojival que conducía al pomposo salón.
La madre de la novia se atusó con coquetería femenina la frondosa cabellera dorada frente a un espejo con forma de lágrima vertida.
Salió toda erguida y empingorotada, sin prestar la menor atención a un reducido grupúsculo de invitados que la miraron de soslayo mientras cuchicheaban elogios inapropiados sobre su aún seductora y voluptuosa figura, embuchada en un escotado y ceñido vestido de gasa verde.
Sobrepasar la frontera oprobiosa de los 50 no tenía por qué ir vinculado a la decrepitud de su natural lozanía.
Renata Castiglione inquirió a su esposo, con talante abrumado y extremadamente atrabiliario, si él tenía algo que ver con la inopinada aparición del centro de flores anómalo que presidía la mesa.
Era una mujer de carácter hosco y trapisondista, pese a su porte inocente y campesino.
Su esposo, acostumbrado ya a sus ramalazos destemplados después de más de 30 años de tormentoso matrimonio, la despachó con parejo desabrimiento.
-¿Pero qué me cuentas a mí de las dichosas flores? ¿Qué les pasa? –protestó ceñudo, haciendo aspavientos con las manos, como si tratara de espantar a un ejército de avispas. Se le deformaba el rostro de labriego con una miríada de surcos hondos sobre la frente atezada cuando lo irritaban-.
-¡Que nos las han cambiado, Vittorio! ¿Es que acaso no te has dado cuenta? En esta mesa había hace un momento un maravilloso ramo de rosas, pero alguien las ha cogido y las ha cambiado por… eso.
Señaló asqueada el centro de flores naranjas. Trataba de buscar una palabra suficientemente elocuente para subrayar su disgusto.
-…Por esa cosa birriosa y fea –insistió-
-¡Y yo qué sé, Renata! ¡Déjame tranquilo! ¿Acaso te crees que me voy yo fijando en si las mesas tienen flores o… o… o caramelos de frambuesa?
Vittorio Pasquale se levantó malhumorado y se alejó del lado de su esposa a grandes zancadas, bufando, exhalando densas bocanadas de humo gris del habano medio consumido que sostenía entre sus labios toscos de garrulo.
-Hombres… no sirven para nada, para nada… -rezongó la beata mujer, rezando para sí letanías de un rosario de madera que pendía de su cuello cenceño y arrugado. La figura corcovada y patosa de de Vittorio se perdió en la distancia. A los pocos minutos, Renata lo avizoró nuevamente, junto a la barra del bar, en compañía de sus “amigotes” pastores, con los que solía reunirse cada mañana después de encerrar en el aprisco el ganado.
Se preguntó qué diantres hacían aquellos palurdos en un evento tan exclusivo. No podían ser los invitados de la novia, y mucho menos del novio, Carlo Bonnardi, hijo de una de las familias más influyentes de toda Nápoles. Resultaba evidente que ella misma se excluía de ese gremio oprobioso, a juzgar por las ínfulas engoladas con que trataba a sus semejantes.
Renata Castiglione examinó con patente desazón el centro de flores naranjas. Se le iluminó la faz de escarabajo aplastado cuando pasó a su lado una de las chicas de la limpieza, que se afanaba en acendrar el reluciente suelo de mármol antes de que llegara todo el aluvión incontenible de invitados.-¡Niña, niña! ¡Toma! Llévate este ramo tan horrendo. ¡Quítalo de mi vista! Échalo a la basura. Hace un efecto espantoso.
La muchacha, una adolescente guapísima y curvilínea, de atenuada apariencia gótica, acató sin rechistar ni comprender el motivo de tanto suplicio, indiferente a la impertinencia de la mujer alborotada.
Se alejó tranquilamente ajustando el volumen de los cascos al ritmo de “Blue Tatoo”, uno de los temas más poderosos de la banda estona Vanilla Ninja.
Nerea, la limpiadora gótica, depositó las flores en el cubo de la basura y lo sacó al exterior.
Manuela Coppetti volcó el contenedor en plena calle, indiferente a las miradas de vituperio de los pocos transeúntes que cruzaban el angosto callejón de la Fiore di Bocaccio. A la carrera venía Mariana Belloni, su más acérrima enemiga. Vivía en la calle, como ella, pero por algún motivo indiscernible se daba ínfulas de prepotencia y le hacía la vida imposible.
Revolvió entre la basura a toda prisa. No quería compartir su botín con aquella arpía envidiosa.
Sus manos venosas y raquíticas de toxicómana desahuciada apartaron a un lado enormes bolsas pestilentes que rezumaban líquidos agridulces. Una muñeca negra sin ojos ni brazos salió despedida por los aires. Secundó aquella acrobacia aérea una revista de automóviles, tres cartones de vino vacíos y las páginas arrancadas de una novela de misterio titulada “La isla de Zoe”.
Manuela se quedó embelesada al descubrir entre la inmundicia un centro de flores naranjas con diamantes engastados entre los pétalos. Se abrieron desmesurados sus somnolientos ojos negros y rasgados.
-¡Lo quiero! ¡Me gusta y lo quiero para mí! ¡Dámelo!
Era la voz de trueno de Mariana. Pesaba más de 120 kilos. Manuela quería evitar a toda costa una confrontación con aquella mole adiposa de facciones embrutecidas y tonelaje paquidermo. Casi podía ya escuchar el crujido de sus vértebras huesudas, espachurradas por el abrazo de aquella bestia de greñas largas y sucias y abdomen osuno.
-Yo lo he visto antes –musitó la escuálida drogadicta-
-¡Que me lo des y punto, niñata!
La oronda ex –funcionaria de prisiones, alcohólica empedernida y prostituta ocasional, le arreó un bofetón espeluznante que acabó con Manuela despanzurrada entre la porquería.
Mariana le arrebató el centro de flores y se perdió en la lejanía, contoneando sus enormes caderas de elefante.
Manuela logró levantarse, renqueante. Contempló ante sus ojos, alucinada, un ejército de lucecitas de colores cambiantes. Le sangraban las rodillas. Seguramente se había cortado con algo. La falda negra y amarilla, sucísima, se había impregnado con algo parecido al chocolate, pero mucho más grumoso.
-Espero que ardas en el infierno, ¿me oyes? –balbució, ladrando con desconsuelo. Mariana Belloni se perdía en la distancia con su tesoro robado.
-Algo les pasa a las baterías. ¡Maldita sea! –protestó vehemente Mina, la pelirroja fotógrafa del extravagante flequillo azulado y cara de niña preadolescente. Salió a toda prisa del salón de banquetes, cuidándose de ocultar su semblante pecoso y risueño bajo una visera de emblemas norteamericanos justo en el instante en que se cruzaba con la dichosa pareja de recién casados.
Carlo se la quedó mirando un instante. Parecía perplejo. Valeria se le echó encima, celosa, y el instante de obnubilación pasó casi desapercibido.
Tan sólo unos minutos después, la feliz pareja, ya sentada en la mesa presidencial, escuchó un espeluznante tronido que hizo retumbar los ventanales del hotel Capri.
Cientos de personas salieron al callejón de la Fiore di Bocaccio o se asomaban a las ventanas para averiguar el origen del estallido.
Una multitud bulliciosa y apelmazada contemplaba horrorizada los restos de una s mujer extremadamente obesa. Parecía una pedigüeña. Entre las manos sostenía un centro de flores naranjas.
La fotógrafa del flequillo añil gruñó con visible estupefacción y rabia cuando descubrió a Carlo, su primer gran amor, el objetivo de su furia, agarrado del brazo de su flamante esposa. Desvió la mirada con desesperación hacia la entrometida que había escamoteado las flores destinadas a la advenediza Valeria, la usurpadora del corazón de su primer y único gran amor.
VÍCTOR VIRGÓS, AUTOR DE "LA CASA DE LAS 1000 PUERTAS" WWW.AMAZON.ES (EBOOK)

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