Dos grandes escritores de inicios del siglo XX nos dan interpretaciones distintas pero coincidentes sobre el mal. Ambos rechazan llamar mal a los actos violentos que se hacen sin pensar. Si Sócrates sostenía que el mal nacía de la ignorancia y que quien sabía lo suficiente tenía que ser bueno, los dos literatos creían que los hombres educados son más propensos al mal que los carentes de educación.
Arthur Machen escribió en El pueblo blanco: “Brujería y santidad, he aquí las únicas realidades, la magia tiene su justificación en sus criaturas; comen mendrugos de pan y beben agua con una alegría mucho más intensa que la del epicúreo… Los seres extremadamente perversos forman parte también del mundo espiritual. El hombre vulgar, carnal y sensual no será jamás un gran santo. Ni un gran pecador. En nuestra mayoría somos simplemente criaturas de barro cotidiano, sin comprender el significado profundo de las cosas… el asesino no mata por razones positivas, sino negativas, le falta algo que poseen los no-asesinos. El Mal por el contario es totalmente positivo. Pero positivo en el sentido malo. Y es muy raro. Sin duda hay menos pecadores verdaderos que santos. En cuanto a los que llamáis criminales, son seres molestos, desde luego, y de los que la sociedad hace bien en guardarse; pero entre sus actos antisociales y el Mal existe un abismo”.
Machen concluye que el santo es quien quiere restituir un orden que fue dado a la humanidad, quiere volver al paraíso; en cambio el brujo, el hombre malvado, aunque no cometa delitos, es quien quiere penetrar en una esfera prohibida, es quien quiere tomar el cielo por asalto.
En El hombre que fue jueves, de Chesterton, un policía-filósofo explica al protagonista, Gabriel Syme, su labor: “Nosotros negamos esa afirmación de los snobs ingleses, según la cual los iletrados son los criminales más peligrosos. Recordamos el caso de los emperadores romanos. Recordamos a los grandes príncipes envenenadores del Renacimiento. Afirmamos que el criminal peligroso es el criminal culto; que hoy por hoy, el más peligroso de los criminales es el filósofo moderno que ha roto con todas las leyes. En comparación con él, los ladrones y los bígamos casi resultan de una perfecta moralidad, y mi corazón está con ellos. Los ladrones creen en la propiedad, y si procuran apropiársela sólo es por el excesivo amor que les inspira. Pero, al filósofo, la idea misma de la propiedad le disgusta, y quisiera destruir hasta la idea de posesión personal. Los bígamos creen en el matrimonio: de otro modo, no se someterían a la formalidad solemne y ritual de la bigamia. Pero el filósofo desprecia el matrimonio… El criminal común es un mal hombre, pero, en todo caso, puede asegurarse que es un hombre bueno condicional. Con sólo destruir un obstáculo, por ejemplo un tío rico, está dispuesto a aceptar el universo y dar gracias a Dios. Es un reformador: no un anarquista. Pretende limpiar el edificio: no derrumbarlo. Pero el filósofo perverso no trata de alterar las cosas, sino de aniquilarlas”.
En ambos casos, el mal proviene de personas que van más allá de los valores comunes. No importa si, como los brujos de Machen, encuentran una esfera satánica de la que derivan poderes vedados al hombre o, como los filósofos de Chesterton, solo se topan con la nada, con el nihilismo más acendrado, y deciden sumir a la humanidad en ese vacío.