Ilustración Mercedes García.
Veinte de Abril. El otoño embarga el ambiente y esa humedad aceitosa envuelve todo a su paso empañando los vidrios de los árboles y cortándole la respiración al río que no deja de zambullirse en las veredas. Sigo esperando al 275.
Aún no decido contarles a mis abuelos que hace cuatro meses dejé la universidad y me apetecen las mujeres. Realizo diariamente la misma rutina tediosa de embarcarme en un viaje bobo hasta la Plaza San Martín con tal de no ver sus cabellos almidonados de quejas y sus manos arrugadas de pecado.
Mis abuelos, Roque y Vasilios y mi abuela Isabel, forman el trío más bizarro y hermoso que haya circundado la galaxia. Un amor sin formas ni conteos, con celos y sin ellos, un amor de mate y membrillo.
Mi abuelo Roque es mi abuelo de impetuosa opinión y áspera verbena, mientras que Vasilios es mi abuelo de sangre, de enojos cortos y prolongados silencios , el mismo silencio que guarda mi abuela Isabel cuando aún en la calle le gritan puta cada vez que sale a hacer algún mandado.
Su historia no dista mucho de ser el cuento repetitivo de inmigrantes que pisaron nuevas tierras y emprendieron una incesante lucha de manos atadas contra la pobreza absoluta. Mi abuelo Vasilios huyó de Balcanes y de las balas y vino de polizón como lo hizo mi otro abuelo. Llegaron aquí sin conocerse, uno griego, otro italiano, formando amistad con señas, sin necesidad de comunicarse, los dos tenían un lenguaje universal llamado hambre.
En medio de los dos apareció una provinciana sin muchas sonrisas pero con unas mejillas rosadas hermosas donde se empinaban los más dulces besos.
Mi abuela eligió como a su hombre por los siglos de los siglos al griego. El italiano, por su parte, con sentimientos callados y atragantados, decidió buscar suerte en otro lugar o quizás huirle al desamor. Resultó ser, al final, la misma cosa.
Pasaron unos cuantos años y unos cuantos hijos y mi abuelo Vasilios enfermó de muerte. Mi abuelo Roque al enterarse, se devolvió y adjudicó suya la casa con sus dramas y dilemas. Los hijos fueron sus hijos y mi abuela, su señora, la que compartía con devoción y gloria con su amigo agonizante.
Un buen día mi abuelo resucitó entre jarabes y halló un nuevo rey en su reino.
Sin fuerzas para trabajar supo que las bocas de sus hijos no se alimentarían con su orgullo y prefirió compartir a su mujer antes que perderla, antes que sus manos adoradas no volvieran jamás a tocarle sus percudidas sienes delatando su debilidad por ella.
Decido devolverme a casa. La lluvia no cesa y no solo estoy empapada sino muda de mentiras en la garganta. Al final, ¿a qué le temo? Nunca habrá algo que mi abuela Isabel no permita, que mi abuelo Roque no asuma y que mi abuelo Vasilios no acepte, quizás en su historia, allí donde las gardenias crecen junto al río, estén las coordenadas de la mía. Autor: Mercedes García.