Emilio Rios
En Venezuela se está volviendo normal el exponerse a lesiones por armas de fuego. Y no me refiero solo al hecho de salir cada mañana a trabajar, que representa un gran riesgo en nuestro país; sino por el riesgo de que cada día nos vemos en la obligación de manifestar nuestro descontento en las calles por esta terrible situación económica.
Marchamos, nos concentramos en plazas, cerramos vías importantes y otras situaciones más, para ser escuchados y tener voz para pedir alimentos, medicamentos y seguridad. La respuesta es miles (yo diría que siempre) de veces, el ataque frío y criminal de los cuerpos de seguridad del estado para reprimir las manifestaciones en masa.
El ataque es mediante bombas lacrimógenas o perdigonazos. Ambos ataques, por lo común que aquí parecen ser, ya no causan ningún asombro. Sin embargo, las lesiones que ocasionan estas armas de fuego pueden llegar a ser muy graves. Hemos visto muertes por impacto muy cercano de estos tipos de armamento muchas veces ya. Impactar una bomba en el cráneo o cara puede ser mortal.
Lo más común es ver lesiones por perdigones en cualquier fotografía actual de los manifestantes en Venezuela. Lesiones que pueden ser penetrantes y perforantes, que ocasionan quemaduras de primer grado en la zona. Lesiones que muchas veces sanan dejando cuerpos extraños que solo con cirugía tendrán que retirarse y que además, dejan cicatrizaciones que ni la cirugía estética ni los años permiten sanar completamente.
El rostro de un herido de perdigones no solo refleja el dolor sino el atroz daño moral que siente el violentado. Sin embargo, el rostro que hoy recorre los diarios del mundo es el de Hans Wuerich; un joven estudiante universitario venezolano que tras ser despojado de sus ropas, caminó desnudo con una Bíblia en sus manos, enfrentándose son solo su piel a un contingente de guardias nacionales venezolanos que le disparaban perdigones. Su espalda es tan emotiva como su rostro suplicante de paz. Y las múltiples heridas que se aprecian, imposibles de olvidar.
Mañana, cuando esto pase, pues todo pasa; y Venezuela sea un país en paz y productivo, esas heridas contaran la historia, como cuando viviendo mi niñez en los campos petroleros de Lagunillas, vecinos inmigrantes mostraban sus terribles cicatrices ocasionadas durante la Segunda Guerra Mundial. Una historia de miles de historias que, como las que se están escribiendo en Venezuela, las contarán también las cicatrices.