Revista Cultura y Ocio

Las hermanas Bunner

Publicado el 28 junio 2011 por Rubencastillo
Las hermanas Bunner
Miguel de Unamuno, que fue un escritor desaforado, atrabiliario y con notables excesos de energúmeno (no son insultos: hasta sus admiradores le adjudican sin problemas esos calificativos) nos relató en su novela La tía Tula la acongojante historia de dos hermanas, Rosa y Gertrudis, en medio de las cuales aparece un hombre, Ramiro, que se declara a la segunda pero se termina casando con la primera. Esa presencia intrusa masculina no desbarata el amor entre ellas, pero sí que condiciona la vida posterior de ambas. El novelista vasco, tan dado a esmaltar neologismos, acuñó la voz sororidad que, a su juicio, planteaba matices diferentes a fraternidad: el amor entre hermanas no es parangonable, nos dijo, al que se establece entre hermanos; de ahí que se inventase una palabra nueva para designar ese hecho.
Edith Wharton nos cuenta en Las hermanas Bunner una historia de formato similar y de implicaciones psicológicas muy parecidas: Ann Eliza y Evelina son dos hermanas que regentan una pequeña mercería, muy humilde, en la zona pobre de Nueva York. Su vida es gris y carece de todo tipo de emociones, pero ellas la aceptan con mansedumbre decimonónica: venden botones, realizan pequeños encargos para sus clientas, conversan con sus vecinas y, en fin, languidecen en una ataraxia de polvo, sombras y dignidad casta. Un día, coincidiendo con el cumpleaños de la menor, Ann Eliza le ofrece un regalo tan sencillo como útil; un bonito reloj de mesa que adquiere con el dinero obtenido por coser una canastilla de bebé para la señora Hawkins. De esa forma tan inocente entablan relación con el señor Ramy, un relojero de fuerte acento germano al que se nos describe sin ningún tipo de adornos: dientes amarillentos e irregulares, más bien bajito, con la espalda excesivamente envarada, con poquísimo pelo (y además canoso), con nula capacidad de conversación... Esa descripción feísta, despojada de todo hálito idealizante, evita que la obra ingrese en el terreno pasteloso: el señor Ramy no es un donjuán de caramelo, que se interpone entre las hermanas y envenena sus corazones. Es más bien un clavo ardiendo, la argolla última a la que asirse, el último tren de la madrugada. Evelina, al aceptar el vínculo matrimonial con él (en la petición tampoco hay romanticismo por parte del viejo relojero), diríamos que se amolda a un cliché de felicidad que le viene impuesto desde el exterior: una mujer se casa para alcanzar, presuntamente, la dicha. Pero resulta innegable que Ann Eliza lo vive de otra forma: ella es la que se queda sola, la tía Tula de este Nueva York con luz de ceniza. Y la situación se agravará cuando Evelina, acompañando a su esposo, deba partir de la ciudad y establecerse muy lejos de allí, donde al señor Ramy le han ofrecido un trabajo en condiciones ventajosas.
Edith Wharton construye en estas páginas una espléndida exploración en el alma de dos mujeres que han alcanzado «una gran perfección en el arte de la renuncia» (páginas 40-41) y que se cobijan en la ausencia de preguntas para no descubrir su infelicidad. La vida las ha confinado en las dimensiones estrechas de un local paupérrimo y ellas, para no morir de tristeza, se acomodan estoicamente a la aceptación: hablan poco, piensan poco; y, en virtud de esa estrategia inconsciente, sufren poco. Cuando Evelina se casa con el señor Ramy y se ausenta del comercio, Ann Eliza se aferra a la mercería y al silencio como quien comulga con los dogmas de una religión que la consuele. Ella, que pudo ser la elegida y que declinó ese honor para procurar la felicidad de su hermana, ha de conformarse con la situación. Ha optado por el sacrificio y ha obtenido como premio la soledad. Y tal vez, aunque no quiera planteárselo, la amargura.Conocida sobre todo por novelas como La edad de la inocencia (premio Pulitzer en el año 1921), Edith Wharton consigue en esta novela un texto de deliciosa lectura y de asombrosa densidad emocional, que Ismael Attrache ha traducido para el sello zaragozano Contraseña. No es, desde luego, una mala forma de adentrarse en la escritura de una de las más elegantes damas de la novelística norteamericana de todos los tiempos.

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