Si hay algo que respeto en esta vida es la profesionalidad de las personas. Su esfuerzo a la hora de hacer que su trabajo sea el mejor posible. Tengo algunos modelos a los que sigo y admiro. Personas relacionadas con el mundo de la comunicación, la divulgación, la ciencia, la educación, la sanidad y el teatro. Son mi entorno más cercano. Mis ejemplos a seguir.
Cuando empecé en esto de la comunicación científica, enseguida me di cuenta de que teníamos un problema: llegar adonde no llegábamos. Encontrar nuevas herramientas para que lo que queríamos comunicar llegara al mayor número de personas posible. Porque hay un público asiduo y luego están todos los demás, gente a la que jamás nos acercaremos si no buscamos puentes comunes. Cada profesional elige sus herramientas, las que mejor se adaptan a su situación y desempeño. Para mí, todas son útiles, no se puede descartar ninguna si con ello hacemos que la ciudadanía se acerque a aquello que ya paga con sus impuestos: la cultura científica.
En mi caso, una de las herramientas que elegí utilizar es el teatro. No soy ni la primera ni la última. Hay magníficos ejemplos y proyectos admirables. Yo escogí el cabaret, una de las asignaturas de la carrera de Arte Dramático (de la cual cursé los dos primeros años en la Escuela de Actores de Canarias). Lo hice porque utiliza el humor, la frivolidad y elementos superficiales para enganchar al espectador y, cuando ya está inmerso en el tema, suelta la carga de profundidad. El cabaret es un arma poderosa. Es un estilete directo al corazón. Es un juego que alerta y nos deja con la mosca detrás de la oreja o, sencillamente, nos hace ver algo que no veíamos (el efecto catártico del teatro). Sí, nos hace reír. Y hacer reír es un arte. Pero siempre tiene un mensaje. Si, al final, el mensaje es lo que importa, la herramienta, en este caso, el cabaret, es una magnífica forma de llegar a otros públicos.
Les dejo esta escena de la película “Cabaret“, aunque no está subtitulada. En ella el protagonista cuenta su pena porque está con ella (la gorila) y nadie lo entiende. Pero en ningún momento menciona su condición de gorila, no. Al final, no pueden estar juntos porque ella es… judía. Un magnífico golpe de efecto de este guion que se desarrolla en una Alemania prenazi, basado en la novela de Christopher Isherwood Adiós a Berlín (Goodbye to Berlin, 1939).