La invasión estadounidense en 1954
tuvo un fuerte impacto en la sociedad guatemalteca. El recuento de daños que
cada vez se hace más claro, incluye entre otros el rompimiento de un naciente
Estado de derecho, la expulsión de un presidente electo, la pérdida de una
oportunidad histórica para empezar a configurar una sociedad incluyente; y para las mujeres y los jóvenes el cierre de
espacios para expresar su creatividad y
para ensayar el vuelo con las recién adquiridas alas de libertades para pensar, decir y hacer, que
habían sido negadas a sus madres por las
dictaduras en los inicios del siglo veinte.
La obtención del voto, su incursión
en la política, la creación de primigenias organizaciones de mujeres que atisbaban
la autonomía e iniciaban transgresiones impensables una década atrás quedaron
como procesos truncados por decretos que, de nuevo, todo lo prohibían: los
libros, la literatura, la pintura, el arte, la danza, la música. Todo pasó a
ser sospechoso de un comunismo que, cual virus peligroso, amenazaba la paz de
las buenas conciencias que, como se sabe,
generalmente son reclamadas por las clases que concentran el poder económico y
político.
El abecedario de los derechos políticos,
laborales y sociales que apenas empezaba a deletrearse fue proscrito, la
libertad para expresar pensamientos contrarios a la versión oficial, coartada.
La capacidad de hilvanar un pensamiento crítico ignorada, cuando no
violentamente reprimida. Se reinstaló el
silencio. Un silencio que borró los nombres, los hechos y logros de la
Revolución del 44. Pero las ideas seguían latentes, quienes apenas eran unas
niñas recibieron como legado de sus mayores un conjunto de vivencias que a la
distancia incluso se idealizaban: la cantidad de libros que se leían, los
conciertos, el ballet, el autogobierno estudiantil, la sapiencia y honestidad
de maestras y maestros que, estimulados por el ejemplo de un
maestro-presidente, no escatimaban esfuerzos para superar el atraso educativo
que había mantenido a la mayoría de la población en la ignorancia.
Esas lecciones de ciudadanía
calaron, y pocos años después, en el amanecer de la década de los años sesenta,
empezaron a brotar semillas de inconformidad, sobre todo en las escuelas
públicas donde se empezó a experimentar un cambio negativo en la calidad de la
educación.
Mientras, desde otros países llegaban
noticias de movimientos por los derechos civiles, de audaces feministas que
cuestionaban el orden patriarcal, de una revolución que en Cuba, retaba nada
menos que al imperio del norte.
En Guatemala había ebullición, una
ciudadanía ciertamente capitalina y urbana que, junto a los pocos dirigentes
sindicales y populares que sobrevivieron a la muerte o al exilio, enfrentaban aún
el miedo por la brutalidad de la contrarrevolución, y se resistían a permanecer
indiferentes ante los desmanes de un gobierno, formalmente electo, encabezado
por un militar. Este escenario,
bosquejado a grandes rasgos, era el preludio para que las hijas de la
Revolución, esas niñas que crecieron escuchando sobre las bondades de una década de primavera democrática, fueran
protagonistas de sucesos que marcaron sus vidas y las de una generación que aún
no ha contado su historia.
Las mujeres y las Jornadas de marzo y abril del 62
Varios sucesos fueron dando sentido
a estas Jornadas que se caracterizaron por acciones en las calles, proclamas en
las radios, por la movilización estudiantil y popular, que iniciaron con un
reclamo nacionalista sobre el territorio de Belice y contra un fraude
electoral, pero que pronto trascendieron y pusieron en cuestionamiento al
gobierno, exigiendo la renuncia del presidente, revocar la Constitución de 1956,
la libre organización, la reforma agraria, y restituir derechos laborales al
magisterio y a trabajadores del Instituto Guatemalteco de Seguridad
Social-IGSS, una de las conquistas más apreciadas de la Revolución del 44.
Pero esa rebeldía estudiantil
también expresaba la inconformidad ante las condiciones de pobreza que
golpeaban a la mayoría de la población en el campo y la ciudad, incluso a los
estudiantes, muchos de familias pobres urbanas que se veían como “un grupo de privilegiados dentro del sistema
(y que)…salían con un cartón bajo el brazo a aumentar el número de desempleados
y con muy pocas posibilidades para empezar y terminar una carrera universitaria”.
En esa dinámica las estudiantes de
educación media y universitaria como Chiqui Ramírez, Magnolia Morales, Miriam
Pineda, Ivón Lima, María Bella y Raisa Girón Arévalo, Ingrid Andrade Roca, Aydée
Méndez, Marina y Marta Arrecis, Lidia Lucero, Rosa Hernández, Rosario Ramírez,
Mirna Becker, Alba Estela Maldonado, Anaité Galeotti, Irma “Chiqui” De León,
María Chúa, Anne Arévalo, Dora Emilia González, Violeta Alfaro, Raquel Blandón,
entre otros nombres que aún deben ser rescatados, se descubrieron como expresa
Chiqui Ramírez “capaces de cuestionar el
sistema socio-económico y político del país, aportando soluciones a través e
nuestras organizaciones estudiantiles…a
la par de los obreros y campesinos”.
Participaron de una actividad
intensa en teatro, oratoria, periodismo escolar, música, muchas eran las
representantes de institutos como el INCA, Belén y Rafael Aqueche en el
FUEGO-Frente Unido del Estudiantado Guatemalteco Organizado que agrupaba a las asociaciones
estudiantiles de secundaria, de los departamentos y algunos colegios privados
de la ciudad. Ellas forjaron su liderazgo tanto en sesiones de discusión
política donde “los muchachos, atentos y
amables, permitían a las mujeres tomar su derecho a opinar, proponer y actuar
hombro con hombro, como uno solo”, como en acciones audaces que
simbolizaban, como narra Dora Emilia González, “nuestra convicción y nuestra fuerza de ciudadanas para demostrar
nuestro deseo de que nuestra patria fuera libre y democrática”.
Esas Jornadas fueron reprimidas
violentamente, varios estudiantes fueron asesinados, los institutos públicos
militarizados y las/los dirigentes de FUEGO fueron expulsados de sus escuelas. Esa
reacción desde el poder fue más allá y cerró espacios, agudizó el
autoritarismo, y criminalizó cualquier protesta. La movilización estudiantil y
popular del 62, sumada a un naciente movimiento guerrillero en el que también
participaron mujeres, movió las conciencias de muchas hijas de la Revolución que,
cincuenta años después, siguen despiertas y comprometidas.
Ana Silvia Monzón
Socióloga y
comunicadora feminista. Publicado en La Cuerda, abril 2012.
Citas:
Ramírez, Chiqui La guerra de los 36
años vista con ojos de mujer de izquierda. III edición corregida y aumentada
2012. Guatemala, INGRAFIC, 2012.
González Sandoval, Dora Emilia
Testimonio. En: 50 años. Jornadas patrióticas de marzo y abril de 1962.
Guatemala, USAC/FLACSO, 2012.
Revista En Femenino
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