Cuando llegue a Argentina lo primero que hice fue abrir el armario que estaba en mi pieza. Empecé a revisar todo lo que había guardado antes de irme y que mi mamá me había permitido conservar en el ropero. Había un poco de todo. Ropa de invierno y de verano. Bolsos y camisas. Camperas, zapatos y botas altas. Envases de cremas viejas y vencidas. El cuadro de mi foto de viajes de egresados de la secundaria y papeles. Muchos papeles apilados y separados por bolsas transparentes, de esas que se usan para envolver remeras o camisas nuevas. Todo perfectamente ordenado y etiquetado. Economía 2, Contabilidad 1, Estados Contables, Bancos y Seguros.
Empecé a mirar esos papeles, esos apuntes. Me vi tomando notas sentada en un banco de color amarillo crema. Me acordé de las charlas en la mesa de plástico blanco que estaba en medio del corredor. De los repasos de la lección con humo y mates de por medio. De las esperas eternas para dar el examen oral de Contabilidad 1. De las reuniones en grupo para trabajar en cursogramas que nadie entendía. De mis ansías, de mis ganas de salir a comerme el mundo. De mis certezas, de mis amores. De mis caminatas interminables por la ciudad. Del colectivo amarillo que cada vez salía más caro.
Me acordé de mi yo anterior. Mi yo joven lleno de ilusiones, de esperanzas por cambiar el mundo. Me vi empezando mi vida. Un tipo de vida nueva. En donde todo era por conocer. En donde todo era nuevo. Y mis ojos eran otros.
Hoy ya no tengo esos ojos, esa perspectiva. Hoy el encanto murió. Desapareció por completo la idea de que un título hace la diferencia. De que un puesto laboral te puede cambiar la vida. De que trabajar en un Banco es lo mejor que te puede pasar.
Me quedo mirando los apuntes. Cinco años de mi vida en una caja de cartón corrugado. Cinco años de historias, de encuentros y desencuentros. De amores perdidos. De letra prolija y de ortografía perfecta. De sábados de resaca y clases tempranas. De fotocopias, de marcadores verde flúor y de libros prestados en la biblioteca.
Recuerdo mi primer año de universidad con tantas esperanzas, con tantas ganas. Y el último tan desanimada y cansada. Lo único que quería era que terminara de una vez. Que terminara para poder empezar otra vida. La vida de los frutos. En donde recolectas todos los esfuerzos de cinco años. Los esfuerzos de esas noches sin dormir. De esos mates mezclados con cigarrillos y arroz con queso mantecoso. Lo vida no es tan fácil como te la cuentan, como te la explican en los libro de texto. No, señor, no.
La universidad fue mi paso previo a entender que de nada sirve preparase tanto. Que igual te vas a chocar contra un muro y no vas a saber cómo derribarlo. Que para qué tanto preludio si lo único que hacemos es retrasar el aprendizaje de los éxitos. El éxito de tener un título en la pared, el éxito de tener un buen trabajo, un buen auto, una buena casa.
Esos apuntes en la caja de cartón corrugado son cinco años de mi vida. Cinco años que necesite para darme cuenta que no necesitaba un título para saber lo que quería hacer de mi vida. Que lo que se consigue al final del camino no nos completa. Que es el transcurso lo que tiene un valor real. Es el proceso la forma de salida, y el resultado un simple recuerdo. El título es el trofeo, es lo que resta para decir Yo lo hice. Yo pude. Yo lo logré. No existe un título que garantice que aprendí todo lo que pueden enseñar un pasillo de una universidad. Esos aprendizajes que no tiene cabida dentro de las aulas o que no se pueden escribir en los pizarrones. Esos que te enseñan que una persona que no te presta los apuntes no puede ser un buen amigo. Que las críticas de un estudiante que cursa por segunda vez una materia dicen más del él mismo que de la materia en sí. Que la inteligencia no garantiza un título universitario en mano, pero que la perseverancia sí lo hace.
Veo esa caja que ocupa tanto lugar. Con esas teorías desactualizadas. Hablando de soluciones que no sirven y de datos sin importancia. Por qué siguen allí. Para que siguen allí. Adentro del armario. Acaso las hojas me van a hacer volver a revivir los días pasados. Esos helados que me comí en Trápani, esas noches de cerveza y palabras en Piluso. En esa época fui feliz, a pesar de todo, lo fui. Y esos apuntes son una parte de mi vida. Un pedazo de mi alma. Son la representación material de una parte importante de mi vida. Es todo lo que queda de esos cinco años. De esa Laura con tanto por descubrir. Con tantos muros por derribar.
No puedo negar que deshacerme de ellos me duele. Que no soy indiferente. Que esa caja no representa nada. Una parte de mi quiere conservarlos. Me grita que estoy loca, que cómo puedo ser tan insensible. Pero hay otra parte de mí que quiere que desaparezcan.
Hoy mi papá quiso hacer un asado, pero necesitaba papel. Yo le ofrecí mis apuntes. Él, contento por haber conseguido algo para prender el fuego, los tiro adentro del horno de barro. Los quemó con un encendedor y la leña comenzó a calentarse, a dorarse y hacerse brasa. Para él no eran más que papeles. Para mí comenzaron a tener otro significado. Para mi dejaron de ser el peso del recuerdo soñado. De una época dorada. Dejaron de ocupar un espacio enorme en mi ropero, en mi vida.
Ahora tengo un estante para llenar con otros recuerdos, otras experiencias. Mejores, peores. Quien lo sabe. De lo único que puedo estar segura es que ya no los necesito, si al fin al cabo son sólo papeles.
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