Revista Cultura y Ocio
Detenerse en la lectura de Aurora Saura es, siempre, aceptar que el tiempo adopte otra velocidad, otra densidad, otro ritmo. Hay en sus líneas una dicción serena, un equilibrio elegante de las palabras, una sobriedad apolínea u oriental en su decir que resultan embriagadores. Y esa revelación de la pureza se puede observar desde el volumen Las horas, con el que enriqueció la lírica murciana en 1986.Nos habla en sus páginas delicadas, casi petálicas, de la rosa que mantiene el milagro de su lozanía durante los fríos de enero; del olvido como realidad que nos exonera de amargura; o de la gravitación de la noche sobre los seres silenciosos. Nos habla de unos paisajes que aún no se habían contaminado con la tristeza del presente (“Aún no era el mar esta acumulación de lágrimas, / ni el sol se nos iba negando cada día. / No había empezado aún esta lluvia incesante”). Nos habla de sus admiraciones literarias más altas (“Hablo de Hölderlin, amigos. / Nombro a quien eligió la luz / y la locura, y señaló los dioses / y las sombras. / Hablo de aquel / a quien no basta, / para llamarlo, / el nombre de Poeta”).Este reino de poesía es breve pero irradia una luz purísima, que acaricia los ojos del lector como esa lluvia lenta y eficaz que humedece con provecho la tierra. Se es poeta por tener un don, un don casi siempre inexplicable, que tiñe los versos con unos colores especiales. Aurora Saura lo es.