Cualquiera que hay viajado conmigo en coche sabe que al volante soy de todo menos temeraria, imprudente o arriesgada. Mi conducción es monótona y los de la DGT estarían contentos si todos los conductores fueran como yo: no hago un ceda el paso donde hay un stop, no sobrepaso lo límites de velocidad, y al volante, como rezan las campañas de tráfico, ni una gota de alcohol (esto, la verdad, no tiene mucho mérito, porque prácticamente soy abstemia).
Eso me ha vuelto intolerante con los errores ajenos en la conducción, y más cuando soy víctima no ya de un fallo, sino de una tropelía, un claro abuso. Eso me ocurrió el pasado viernes, a las ocho de la mañana, en la carretera de Extremadura.
Frenazo del de delante, lo que me obligo a realizar una maniobra similar para no acariciar su maletero… El mío fue tocado, que no hundido, por el vehículo que conducía un inmigrante (sin papeles, para más complicación) y el lateral trasero magullado por otro conductor. Cuando hablo de tropelía no me refiero al pobre inmigrante (para no complicarle la vida no lo he notificado a mi compañía de seguros), porque al fin y al cabo esa colisión trasera apenas rayó mi parachoques, sino al o la Fitipaldi que no tuvo a bien pararse tras golpearme y se dio a la fuga.
No se si iría sin seguro, si la prisa por llegar al trabajo le impidió detenerse, o si simplemente acumula tantos partes que teme que la cuota de la aseguradora le suba en el próximo recibo, pero me dejo furiosa e indignada. No pude anotar la matrícula, así que mi seguro correrá con todo sin ser yo la culpable, incluidos los gastos causados a la sanidad pública madrileña por la atención que se me prestó en urgencias.
Yo no sería capaz de semejante bajeza, que aemás constituye un delito (que me corrija algún especialista en leyes), pero está claro que si, como me dijo un guardia civil, se atropella a peatones (fuera del caso mediático que a todo el mundo le vendrá ahora la cabeza) y se les deja a su suerte, lo que me ha ocurrido no es tan grave. Lo mismo me decían en el hospital, sorprendidos por mi sorpresa y estupor. Debí parecerles un alma cándida.
Me duelen las lumbares, aunque como me dijo un enfermero de urgencias, con toda seriedad, eso con “un collarín y el antiinflamatorio se pasa”. No sabía yo que el collarín hacia milagros a esa altura de la espalda, pero al menos el comentario me sirvió para echarme unas risas y que mi indignación se tornara en resignación.