La vida estuvo, está y estará llena de tipos repugnantes como Roger Ailes. Me he enganchado este verano a la serie de Showtime, que desentraña la carencia de escrúpulos de este personaje surgido de la Norteamérica más profunda. Ailes, productor de televisión, hombre cercano al Partido Republicano y, más en concreto, a sus candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, fue no solo un tremendo manipulador de la opinión pública sino también un ser despreciable en el trato humano y, en especial, con las mujeres.
Antes de que el movimiento #MeToo denunciara ante los medios las atrocidades del productor cinematográfico Harvey Weinstein, en 2016 Ailes ya había sido acusado de acoso por una de las presentadoras principales de FOX News, cadena que él fundó y que condujo a un éxito notable de audiencia. En ‘La voz más alta’, cuyo guion está basado en un libro de Gabriel Sherman publicado en 2014, queda patente el proceder de Ailes como auténtico depredador sexual.
Aquella denuncia provocó otras en cadena que obligaron al propietario de la FOX, el magnate australiano Rupert Murdoch, a tener que despedirlo. Pocas semanas después, Roger Ailes fichó como asesor para la campaña presidencial de Donald Trump, quien en 2005 había dicho, según constaba en una grabación que se hizo pública un mes antes de las elecciones, que “cuando eres una estrella, las mujeres te dejan hacerles cualquier cosa”. Ailes murió enfermo, en 2017, a los 77 años.
La existencia de este tipo de individuos es tan antigua como la civilización que nos contempla. Si algunos hubieran sobrevivido y aún se encontraran entre nosotros, seguro que su reputación sería pasto de las llamas. Un ejemplo: Alfred Hitchcock. Conocido entre sus íntimos como ‘pichita’, el director tenía una obsesión enfermiza por las mujeres rubias. Ingrid Bergman, Grace Kelly o Tippi Hedren sufrieron de primera mano las embestidas del cineasta. Directores o actores como Roman Polanski, Woody Allen, James Toback, Dustin Hoffman, Bill Cosby o Kevin Spacey, entre otros, han tenido que hacer frente en los últimos años a situaciones similares.
Más recientemente, nueve mujeres han acusado al tenor español Plácido Domingo de abusar de ellas. Ha sido a través de un trabajo de la agencia Associated Press, que solo ha revelado la identidad de una de las denunciantes, ya que el resto de presuntas afectadas sigue en activo y temen represalias. La citada agencia habló, además, con “una treintena de cantantes, bailarines, músicos de orquesta, personal técnico, maestros de canto y administradores, que dijeron haber presenciado comportamiento inapropiado de índole sexual por parte de Domingo”. El cantante, de 78 años, ha calificado mediante un comunicado estas acusaciones de “inexactas”, si bien reconoce -y ahí puede estar la clave, sin obviar la presunción de inocencia- que “las reglas y valores por los que hoy nos medimos, y debemos medirnos, son muy distintos de cómo eran en el pasado”.
La existencia de personajes poderosos, en cualquier ámbito de la sociedad, que utilizan a personas vulnerables para obtener lo que buscan, se ha dado a lo largo de los años no solo en el cine, sino también en la política, el deporte o en cualquier otra faceta profesional que se precie. Para las víctimas, la sensación de incredulidad que ante los demás provocará su denuncia ha sido un lastre, superado hace apenas un trienio con el nacimiento de un movimiento que la revista Time calificó como el de las “interruptoras del silencio”. Su simple comparación con la caza de brujas del ‘mccarthismo’ produce sonrojo. Sin embargo, es frecuente que desde determinadas esferas de la opinión pública se cuestione por qué las acusaciones no se efectuaron antes. Basta imaginar el martirio que supuso ese larvado silencio, a lo largo de los años, para todas esas mujeres -que pudieron ser nuestras madres, hermanas, hijas…- o simplemente contemplar algunas escenas execrables de la serie ‘La voz más alta’, cuando un escalofrío recorre nuestro cuerpo ante lo más abyecto y despreciable de la condición humana.
[‘La Verdad’ de Murcia. 15-8-2019]