«Eran muy distintas entre sí, las Inviernas.Eran muy distintas entre sí, las Inviernas. Al principio no lo percibo, pues son como un binomio indisoluble, pero son dos, las Inviernas, Dolores y Saladina, «la alta y la no tan alta; la guapa y la fea; la que desayuna café y la que desayuna migas con vino; la que tiene dientes y la que los perdió mordiendo el pan hecho con piedras. La que es virgen y la que sabe Dios lo que será…»
La mayor era seca y huesuda, tenía la cara afilada y la nariz aguileña. La dureza de los años vividos había arrastrado consigo la ternura, la dulzura de su corazón de niña, la fe en sí misma y en los demás, no dejándole otra cosa que una especie de inercia borreguil con horarios rígidos. Encerrada en su universo particular de revistas, radionovelas y lloriqueos, tenía una sola pasión: una necesidad enfermiza de seguridad y de que la dejaran en paz. Por eso se levantaba, trabajaba y dormía sin pensar en nada más. Así día tras día, lo que ella llamaba su «bonita rutina». A los veinte años, se le echaban cuarenta. Desde los treinta y cinco, ya no representó edad alguna.
En la otra hermana llamaba la atención el pelo azabache ondulado, las formas apretadas, los labios carnosos y sobre todo la mirada; esos ojos verdes con pintas doradas en torno al iris. Su hermana solía alzar la voz y ella callaba; la seguía y se acoplaba a sus horarios, no porque la rutina le gustara especialmente sino porque era lo único que tenía y le aseguraba una vida tranquila, sin sobresaltos ni estridencias. Siempre había sido muy paciente, siendo esa paciencia lo mejor de ella, si no lo más siniestro.
¿Quiénes eran exactamente? No eran niñas. Ni viejas.
Pero tenían ya una edad en que se quiere vivir tranquilo. Tranquilo ¿de qué?»
No sé si a la gente de Tierra de Chá les ocurrió como a mí, pero, ahora que lo pienso, ellos, sobre todo los hombres, tienen bien claro desde el principio, pues ya las conocían de niñas, que una es la guapa y la otra la fea. Tal vez se hayan olvidado que una es Dolores y otra Saladina de tanto llamarlas las Inviernas, pero tienen bien claro quién es la guapa y quién es la fea. Y eso duele, y se clava, y no precisamente a Dolores sino a Saladina porque Saladina, «salvo por Dolores y tal vez, en su día, su abuelo, no había sido amada por nadie. Como consecuencia, había construido en torno a sí misma un muro sin fisuras ni apegos conocidos: en Inglaterra había aprendido que eso hacían todos, y que sin duda era lo más práctico para subsistir».
Sí, las Inviernas pasaron varios años en Inglaterra. Huyeron allí recién comenzada la guerra siendo apenas unas crías. Allí aprendieron inglés, salieron en una película documental, trabajaban incansablemente durante la semana y se reencontraban los domingos, comenzando quizás a cristalizar en esos encuentros dominicales «el calor de la soledad escogida».
«—Estáis muy solas aquí…
—Estaríamos más solas sin la soledad —contestaron ellas.
—Todos somos ovejas o acabamos siéndolo. La masa es buena, da calor y reconforta».
«—A lo mejor no es tan malo ser oveja como dice el cura.
Y la otra, tirando de un cajón:
—¿Cómo dijiste?
—Las ovejas se camuflan entre sí».
Ava Gardner, 1951. Fotografía de MGM
Así que las Inviernas regresan a ese su país en un lugar remoto de Galicia. Un país que es un microcosmos en el que parece haberse detenido el tiempo. Un país cuyos habitantes, como «cualquier grupo de gallinas, como cualquier grupo de personas, se ha acostumbrado a sus leyes internas».
El regreso de las Inviernas tambalea la constitución de esas leyes no escritas. Porque desempolva el pasado, lo que se quiere ignorar. Ese pasado es una historia por todos sabida y por nadie contada. Aunque sepultada por los años, «es una historia que vive en la aldea».
«—Nunca deberíais haber vuelto —dijo él de pronto.Las Inviernas tienen su propio secreto o secretos, su propia historia que vive en ellas («—Sí, callar —musitó. / —¡Callar y callaremos! —declamaron a dúo»). Así que tal vez hayan regresado a Tierra de Chá buscando esa anhelada tranquilidad. Una tranquilidad cuya «fuerza está en el tirar y empujar de la repetición». Una tranquilidad que encuentran los primeros días pero que pronto descubren, sobre todo una de ellas, insuficiente, pues «vivían juntas, trabajaban juntas, dormían juntas como una pareja de amigas, pero extrañas la una a la otra, cada vez más conscientes de que algo las separaba: entre las idas y venidas al monte, entre riñas y los momentos de cariño, la insatisfacción se enroscaba lentamente en el corazón de las dos mujeres. El universo ya llevaba tiempo torciéndose: o más bien retorciéndose».
—Pero volvimos —dijo ella, sorprendida por el comentario—. Ya no se puede dar marcha atrás.
—Hay… hay una manera —dijo Tiernoamor.
Dolores abrió un poco más la puerta.
—La aldea sólo quiere olvidar».
Teeth, fotografía de Carlos Ebert
Las Inviernas bebe de la mejor tradición de la narración oral. Tiene un sabor añejo y a la vez renovado. No sé si es aventurado hablar de realismo mágico gallego para comentar esta novela pero a mí me ha traído ecos del mismo. Su autora, Cristina Sánchez-Andrade, es una potente narradora que sabe dosificar los tiempos. Es certera. Sabe estirar las frases para regalarnos su rica prosa cuando quiere y asimismo las acorta cuando es preciso para lograr el efecto deseado. Domina los ambientes cerrados y opresivos y crea un peculiar elenco de personajes que culmina en un dúo protagonista inolvidable.
«Sentada junto a su hermana, percibía el calor embriagador y amigo que exhalaba su cuerpo. No era amor lo que sentía por ella. Afecto; tal vez, ternura. O sí, qué tonterías decía, ¿cómo no iba a quererla? Le exasperaban sus accesos de mal genio, sus gruñidos y sus voces estridentes, pero también era un regalo de la vida tener a alguien con quien reír y hablar cada día. Saladina la necesitaba, casi como a una madre, y Dolores vivía pendiente de esa necesidad. Necesitaba aquella necesidad. Simplemente era eso.
No volvería a confundir sus sentimientos: nunca más. Una vez había sido suficiente».
«No era amor lo que sentía por ella; era miedo. Porque el miedo, a veces, adopta fórmulas caprichosas: es cariño monstruoso. Como aquella noche. El miedo confunde. Lo peor acaba de ocurrir y el miedo aturde. Dolores necesitaba las manías de su hermana, su disciplina ascética, su manera de estar en el mundo, entre la locura y el vacío: en Saladina hallaba una mezcla de caos y orden que le fascinaba».Saladina y Dolores brillan como personajes independientes pero no lo hacen menos como ese personaje colectivo que forman entre ambas y que da título a esta novela. Un personaje colectivo que es terrible a la vez que inspirador de ternura porque en su fuerza oculta su más íntima debilidad. En él está representada la ambivalencia de los afectos, la obligación que ata, la necesidad que escuda y la mezquindad y la grandiosidad que todos llevamos dentro.
Cristina Sánchez-Andrade me cuenta en este libro la historia que vive en las Inviernas y la que vive entre los habitantes de Tierra de Chá, y, tras haber transitado con ella por la linde que separa los miedos de todos ellos de sus deseos, no puedo evitar quedarme pensando que, en última instancia, lo que nos definen son nuestros actos y no nuestros pensamientos.
«Pasaron una mañana como el susurro de un avispón, más rápidas que un instante.
Ellas.
Las Inviernas».
The Brain, fotografía de Doug Ford
Ficha del libro:Título: Las InviernasAutora: Cristina Sánchez-AndradeEditorial: AnagramaAño de publicación: 2014Nº de páginas: 248ISBN: 978-84-339-3468-0
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