Que las relaciones entre vecinos no son fáciles, es algo que quien haya sido presidente de su escalera, sabe que es un auténtico axioma. Las rencillas, dimes, diretes e intereses confrontados son fuente de un sinfín de problemas de convivencia que se repiten hasta la nausea sea cual sea el nivel de grupo humano que afecte. En las relaciones entre países pasa exactamente igual y las vecindades están llenas de roces y conflictos, sobre todo por los límites territoriales de cada uno de los países. España, como toca, no es una excepción, y además de los celebérrimos conflictos de Gibraltar o de las plazas de soberanía norteafricanas (Ceuta, Melilla, Perejil...), hay otros muchos que, no por silenciados o desconocidos, tienen menor importancia. Tal es el caso del serio conflicto que tiene España con su invisible vecino Portugal en las desconocidas y remotas Islas Salvajes.
Los conflictos entre Portugal y España por sus limites territoriales, aunque no se hablen mucho -por no decir nada- de ellos, no son ni pocos ni insignificantes ( ver Olivenza, el Gibraltar español ) y son una piedra en el zapato en las relaciones hispano-lusas. Piedras molestas que, normalmente, se han neutralizado tirándole camiones de silencio, vacíos legales, hechos consumados y, sobre todo, por las pocas ganas de meterse en estériles follones diplomáticos del gobierno portugués. No obstante, el problema de las Islas Salvajes es algo por el cual, ni Portugal, ni España están dispuestos a ceder fácilmente por los intereses económicos que se derivan él.
Las Islas Salvajes ( Ilhas Selvagens, en portugués) son un pequeño archipiélago volcánico perdido en medio del Océano Atlántico, entre la isla de Madeira (de las que dista unos 250 km) y las Islas Canarias (a 165 km), formado por un par de islas grandes -la Salvaje grande y la Salvaje pequeña- y una docena de islotes, los cuales, todos juntos, suman unas 273 hectáreas (2,73 km2) de espacio árido olvidado de la mano de Dios en la inmensidad del mar. Espacio olvidado que, justamente gracias a ello, se ha convertido en uno de los biotopos marino-terrestres mejor conservados del mundo. Por algo sería que el famoso capitán Cousteau decía que las aguas más limpias del planeta se encontraban en estas islas.
Sea como sea, las Islas Salvajes, pese a este aislamiento, se conocen tanto por los españoles como por los portugueses como mínimo desde el siglo XIV, si bien el nombre de "salvajes" fue acuñado por Diogo Gomes de Sintra en 1438, el cual bautizó el archipiélago con este nombre habida cuenta los arrecifes, el mar violento que las rodea y la aridez extrema de las islas, que impedía el establecimiento humano estable en ellas. Y si a esta falta de recursos añadimos el nulo interés económico del archipiélago, se entiende entonces cómo las Islas Salvajes pasaron sin pena ni gloria, ni para portugueses, ni para los españoles, durante buena parte de su historia. Los portugueses las consideraban suyas (de hecho eran propiedad privada de una familia de Funchal, la capital de Madeira) y los españoles las consideraban parte de las Islas Canarias, pero por allí, no pasaba ni el obispo.
En 1911, la situación iba a dar un giro dramático. El gobierno español, en aquel año, envió una comunicación al gobierno portugués avisándole de sus intenciones de incorporar el archipiélago de las Salvajes al de las Canarias y, de paso, proceder a la instalación de un faro en ellas. Evidentemente, este anuncio levantó todas las alarmas en la diplomacia lusa, la cual protestó formalmente y conminó a los españoles a que dieran marcha atrás a su proyecto. El gobierno español, al ver la airada reacción portuguesa, llegó al acuerdo de no hacer nada que pusiera en peligro las relaciones diplomáticas entre los dos países. Como fuera la cosa, este primer rifirrafe abrió una puerta a un toma y daca de acciones, protestas y reclamaciones a instancias internacionales que se arrastran hasta hoy día.
Para empezar, los portugueses metieron un gol a España en 1938 cuando, aprovechando el follón de la Guerra Civil, consiguieron que la Comisión Permanente del Derecho Marítimo Internacional confirmara la jurisdicción portuguesa sobre las Islas Salvajes, la cual cosa cortaba las alas a las aspiraciones españolas sobre las islas. No obstante, el régimen de Franco no tiró la toalla, ni aún cuando en 1971, el gobierno portugués las compro a su propietario privado y las transformó en la primera y más antigua reserva natural del país. Decisión que no tendría más importancia si no hubiesen decidido establecer una población permanente de guardas naturales -entre 2 y 4- para que vigilaran el archipiélago.
A partir de ese momento, los encontronazos se repetían constantemente con pesqueros españoles quienes " por casualidad" faenaban por sus aguas, llegando al colmo, en 1975, de desembarcar e izar la bandera española en las islas -pero de forma privada y ajena al gobierno, faltaría más- aprovechando la convulsa situación política lusa con la Revolución de los Claveles, y recordando poderosamente las acciones reivindicativas de Marruecos sobre el Peñón de Vélez de la Gomera ( ver Peñón de Vélez: el patético y absurdo récord de la frontera más corta del mundo ).
Visitas de los presidentes portugueses, vuelos a baja altitud de cazas españoles, protestas diplomáticas por unos y otros, intentos de aterrizaje de helicópteros españoles en medio de la colonia protegida de pardelas... todo ello dio un vuelco en 1997, cuando durante unas negociaciones de la OTAN sobre el control del flanco sur, España se vio obligada a reconocer la soberanía portuguesa de las Islas Salvajes. La posesión de las tierras emergidas, se reconocía finalmente, pero no así la de sus aguas territoriales, el verdadero tesoro que ambos países anhelaban controlar.
Efectivamente, la decisión de Portugal de dejar una población estable -aunque totalmente dependiente de Madeira, excepto por la electricidad de origen solar y las cisternas que recogen la escasa agua de lluvia- no era baladí. No en vano, el poder probar la existencia de una población fija en las islas y una actividad económica relacionada, permitía reclamar una zona de soberanía de unas 200 millas (370 km) alrededor de ellas, cosa que se reduciría a tan solo 12 millas (22,22 km) si no se dispusiera de ellas. Y he aquí, el verdadero problema.
Al estar relativamente cerca, las 200 millas que le pertenecen a España por tener habitadas las Islas Canarias se pisarían con las 200 de las Islas Salvajes, por lo que la frontera entre ambas aguas jurisdiccionales se encontrarían a mitad de camino, es decir a 82 km de ambas costas. Para Portugal este cambio significaba ganar 60 km más de aguas territoriales, pero para España, para la cual el archipiélago se encontraba directamente dentro de la zona de 200 millas españolas, implicaba perder 280 km de aguas y, lo que era peor, los derechos de explotación de los posibles yacimientos de hidrocarburos que se pudieran descubrir en esa zona. Con el aliento de Repsol en el cogote, el gobierno español consideró el archipiélago como simples peñascos en medio del mar, negándose a a ratificar que las Salvajes eran islas habitadas. La situación volvió al punto de partida.
Apresamiento de barcos pesqueros españoles, vuelos militares españoles a baja altitud, amenazas a los guardas portugueses, desplazamiento de fuerzas militares portuguesas (oficialmente para evitar el furtivismo), cartas españolas a las Naciones Unidas reclamando el estatus de "rocas" para las Salvajes, visitas y pernoctaciones de diferentes presidentes lusos, encuentros secretos entre las diplomacias... En definitiva, toda una retahíla de movimientos estratégicos y de posicionamiento diplomático en que la premisa es que ninguno de los dos litigantes está dispuesto a ceder. Una premisa que ha acabado por convertir, a día de hoy, el serio conflicto territorial de las Islas Salvajes entre España y Portugal en un silencioso pero molesto quiste siempre a punto de explotar.